Disculpe la curiosidad, usted ¿ha muerto de amor alguna vez?
Los
miércoles escuchaban la toma 13 de “In the ghetto”, un Elvis diferente. No se
telefoneaban, solo whatsapp, cortos, TQ, a las 12, 15. Ese día ella no atendía pleitos de clientes. Él, “estoy con lo
de la nave, no vendré a comer”. Después buscó otros pretextos. No cerraban la
puerta del despacho. Se quitaban la ropa como en un incendio. Se amaban con
furia, con tanta pasión que a veces se amordazaban para no alborotar a los
vecinos. Al tercer mes se desvestían el uno al otro, con lentitud. Inventaron
formas de abrazo tan placenteras que ni se imaginaban que existían. A ella su
marido jamás le hizo sentir así. Él nunca había perdido la cabeza de aquella
manera. Tan bella era aquella forma de amarse que a veces lloraban, abrazados,
exhaustos en cuerpo y alma. No acertaban a determinar si aquella relación era
sexo o amor. Tampoco les importaba definirlo. Todo fluía bien, perfecto, hasta
que uno de los dos se definió. Fuera una cosa u otra sabían que no podían vivir
sin ese Uno en el que se habían convertido. Ella y él. Tomar una decisión
implicaba dolor, lágrimas, papeles, los nietos, cambiar de ciudad, tanto. La historia
derivó en tragedia. Al principio. Luego, como después de un naufragio, los
supervivientes nadaron hasta la orilla de lo cotidiano, tendidos en la playa,
acariciados por la marea del día a día, recompusieron las heridas y la vida
siguió, crecieron las hierbas, volvieron los patos en otoño, los vagabundos se
fueron al sur y los dos, aquellos,
supieron que de amor no se muere (¿o sí?)
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