Andar en bicicleta está reservado a los que la tienen. Nunca he tenido bicicleta. De niño era pobre (también ahora) y bastante tenía con tener piernas para caminar. Aun así aprendí el noble ejercicio del equilibrio sobre dos ruedas en unos cursillos acelerados en la mansión de un primo rico (aprendí también que los niños ricos pueden tener varias bicicletas, qué cabrones).
Mantener un blog es como andar en bicicleta, si te paras te caes.
El amor es eso, que estás desprevenido, llega una bicicleta por detrás y te pilla.
Usted va por la carretera de la vida conduciendo su flamante coche, el viento deslizándose por la carrocería azul, el brazo apoyado en la ventanilla, el viento despeinando sus rubios cabellos, el otro brazo acariciando el volante, el viento desestabilizando a ese ciclista de lo cotidiano al que adelantamos a escasos centímetros de distancia, ese que se tambalea y se desparrama en una cuneta.
Doy pedales en la bicicleta de este blog, los lunes cuesta arriba, los sábados cuesta abajo.
Varias veces me han pillado las bicicletas de la rutina, en todas estaba de espectador y sin pretenderlo, sin sospecharlo, he acabado entre las ruedas retorcidas, maldiciendo mi falta de atención, la impericia de algún ciclista y el avasallamiento a los cándidos peatones como yo.
Ah, una vez me pilló una moto.
Estoy en un momento crítico, ese en el que estás a punto de mandarlo todo al carajo y marcharte al campo a plantar bicicletas, sillines, bujes traseros campagnolos y manillares, lejos del tráfico y la polución, inclinado en la huerta mirando de reojo el pasar de las nubes que traen la lluvia o la sombra.
Nunca es tarde, para nada, mientas pedaleo en mi triciclo prestado busco la coherencia entre lo que siento, lo que pienso, lo que (me) miento, lo que intento, lo que en cientos y cientos de días no he sido capaz de obtener. La meta siempre está lejos
Para colmo acabo de pinchar una rueda.
Jo.