Conduce el coche entre olores de la noche, rocío y heno, hierba, bosques intuidos en la oscuridad detrás de las ráfagas de los faros.
Los paneles azules con nombres desconocidos pasan y no sabe cuánto tiempo falta para llegar, ni siquiera sabe dónde quiere llegar.
La radio deja canciones en francés, las tararea sin conocerlas.
A veces grita.
La carretera está llena de camiones que marchan uno detrás de otro, como elefantes melancólicos, les adelanta sin dificultad, conduce demasiado rápido a pesar que sabe que en esta zona suele haber controles de velocidad, gendarmes.
A lo lejos un resplandor sugiere un incendio, una ciudad cercana, un lugar donde detenerse. No lo hará.
Trata de equilibrar el viaje entre una búsqueda y una fuga, trata de responsabilizarse entre las mentiras al dejar su casa y la verdad de allá donde va. O al revés.
Ni siquiera sabe si ella estará sola, si estará, no contesta al teléfono.
Para en un área de descanso, sale del coche, todo está en silencio, oscuro, orina sobre la hierba y se moja los zapatos, torpe, atolondrado, nervioso.
Cabecea, le entra sueño, en el próximo pueblo parará a tomar un café. Ahora sí.
Esta canción ya ha sonado, por esta misma carretera ya ha pasado, hay imágenes que se repiten sin cesar en su cabeza, tiene que determinar si este viaje es una huida, un regreso, un principio o un final.
El motor ruge, es un coche potente con un conductor imprudente al que se le cierran los ojos, casi amanece.
El domingo, exactamente
las tres de la tarde me empezaba a doler el estómago, justo cuando pensaba en el trabajo del lunes,
preparar los informes para la semana, los objetivos, soportar a tantos
incompetentes, a mis superiores, guardar los poemas debajo de la almohada, los
sueños, besar a Julia, vestirnos, siempre me acompañaba hasta la estación de
autobuses, seguía siendo domingo pero algo me decía que no, tantos kilómetros,
un ahogo en el alma, la ropa planchada, el libro que apenas podía leer, Julia,
su sonrisa, su ternura, tanto viaje para tan poco tiempo juntos, el amor sin
pausas en aquellos momentos felices antes de volver a casa.
Después, se enteró mi mujer. Entramos en aquel triste
periodo de pleitos, lloros, “por qué me
has engañado, ¿reuniones de dirección?, mentira”. Mis disculpas, mi arrepentimiento, su perdón, ya
nunca fue lo mismo.
Lo juré, nunca más volví a ver a Julia, pero los
domingos, a las tres de la tarde, aún me empieza a doler el estómago.
Enfurruñado como un niño al que le han quitado la pelota.
Serio como esa cara detrás de las rejas que guardan su alma.
Altivo como un escarabajo egipcio.
Borra lo que digo, olvida lo que dije, recuerda los silencios y después, después súbete al tranvía y viaja de Atxuri al Sagrado Corazón en quince minutos, o menos, o más, o nunca si he puesto mi cabeza sobre los raíles y aquí no pasa ni dios, aquí no pasa nadie si no te bajas del tranvía y del burro y me dices que me tendrás guardado en un rincón del recuerdo, allí, sentado en una esquina de la casa del grito, debajo de ese león de piedra que se come a un cordero, serio como un crítico de teatro, feliz de ocupar un lugar de tu alma, alegre como un domingo de agosto en Roma, esclavo de tu cuerpo como un esclavo de Alabama antes de saberlo, geólogo en tus simas más profundas, con mi casco de farol apenas sujeto, con mi buzo azul y negro, con mis botas de descender mezcla de submarinista y astronauta, con mis alas blancas preparadas por si hay milagro y ascendemos, que si llega el juicio final me pille con la túnica planchada, con la aureola brillante, con mis besos alineados, definidos, trémulos, esperándote con mi número de la charcutería - ¿el siete? -, con el humor colgado del extremo de una caña de pescador aburrido y ciego, sentado en el muelle donde no llega el mar, por ejemplo el de Azov.
¿Volverás?
¿Te has ido ya?
¿Debo afilar mi navaja barbera de paciencia?
¿Me matarás de distancia?
¿Me voy matando yo a ratos?
Mientras miro el vuelo de los pájaros blancos de la noche, te beso tanto, tanto, tanto en todos tus huecos y recovecos que este poema es pornografía pura y vienen a detenerme.
Escucho sirenas, no sé si de la policía, una ambulancia o ese ciudadano que salió en la tele y las imita tan bien.
También escucho las sirenas de Ulises: Mari Carmen, Eloísa, Conchi.
Adiós, las prefiero a ellas.
Pesada, seria, fea, muda, manca, ausente, mi amor.
Desde la inauguración del edificio Chartier hace tres años, cada martes a las dos del mediodía me he encontrado con Bijou en el apartamento 606. Solo he faltado en agosto, navidad, coincidencia con algún desarreglo y la semana que estuve con mi esposa en Italia celebrando nuestro décimo aniversario.
Bijou era entonces un nombre divertido y así la he llamado siempre, así estaba escrito antes en el hueco de mi agenda de piel y ahora en el iPad.
Semana a semana, de forma metódica pero apasionada, nos hemos unido en una ceremonia concentrada y vigorosa, sin rutina. Nunca he sabido demasiado de ella, ni como se llama en realidad, ni dónde vive, de dónde es, si tiene otras ocupaciones, si tiene pareja, hijos. Apenas hablamos antes o después, se desviste y se viste en silencio, ausente, solo se transfigura para su trabajo, al que se dedica con entusiasta profesionalidad, puedo asegurar que se gana con creces sus honorarios que solo ha modificado hace dos meses.
El último día que estuvimos juntos, su espalda y sus glúteos tenían la señal de varios golpes, no me pareció oportuno preguntar qué le había ocurrido.
Hoy, martes, no está, la señorita que me ha recibido no sabe nada de Bijou, no la conoce, dice que ella tendrá a partir de ahora ese horario. Mientras se quita la ropa con lentitud me pregunta si estoy de acuerdo, me encojo de hombros. Añade si deseo algo especial, sonrío, también la llamaré Bijou.
Dedicado a los responsables de la lucrativa sección de contactos de algunos diarios del país.
Suenan canciones inglesas mientras escribo
en el dialecto de los débiles (¡!), de los que quieren hablar de lo que
sienten, los que quieren decir de esos brazos que les rodean el pecho
emocionado, de un sentimiento que les agita, sacude, zarandea, les hace
expulsar voces que empiezan en la glosa escrita a mano en el margen de una hoja
en latín de “El becerro galicano”, condena de sensibilidad aprisionada entre
música y libros, la mirada de los que amas, el débil sol en esta casa a
oscuras, que no entre aún el calor de la primavera, que no salga este momento
de tiempo detenido.
En
el confinamiento es un día sumergido bajo un plácido mar de paz y recuerdos.
Me atrapa esta nueva experiencia de final de viaje,
del viaje. He querido emprender otros, en vano, en el último fui demasiado
lejos, tanto, los que pueda emprender ahora no soportan ya el más mínimo
contraste. Ni siquiera llevo equipaje. Esta vez estoy sentado en un andén, por
esta estación no pasan trenes. ¿De qué hablo? Hablo de emociones tan intensas
que hieren, de amor, de vida, de lo fugaz, de la muerte. Si puedes sentirlo,
ven conmigo.
Un
día alguien me dijo que teme la vejez, no me dijo cuándo estima que
empieza la vejez. Conozco viejos jóvenes, conozco jóvenes viejos,
conozco personas. Siamo diversi. Sentado en un restaurante chino en
el Soho -budas orondos, dragones sonrientes- miro alrededor, personas diversas,
diferentes razas, lenguas, culturas, todos comiendo, hablando, algarabía de
bocas satisfechas, hambrientos turistas guardando rigurosa cola para cenar,
fuera bailan jóvenes Hare Krishna, un mendigo saciado en un
portal, condenado, cámara de los horrores, atravesamos el periodo de paz
más largo en la historia de Europa, hemos pasado de la subsistencia a la
opulencia, de qué comemos a dónde comemos, y de ahí la caída, dudar si comeremos,
cuánto tiempo más, como vamos a sobrevivir, de dónde, ni siquiera sabes de qué
hablo, tampoco yo lo sé, no he visto aviones bombardeando las ciudades, ni he
revisado los bolsillos de los muertos, su boca en busca de dientes de oro,
tampoco pasé bajo el arco de mármol, cerca del cadalso donde ajusticiaban en
masa a no sé qué culpables de no sé qué crímenes, solo sé escribir
incoherencias, sentimientos atropellados, nostalgias, ella, ella, repito como
un loro en un columpio, ella con su andar de tortuga, ella con su mirada miope,
yo con una sonrisa de antimonio dando vueltas al caldero de no decir nada
excepto esta acumulación de disparates, debe ser el reciente cambio de la hora,
o el estrépito que va a empezar mayo y nadie sabe cómo ha sido. Del
confinamiento ni media palabra que lloro.
…esperaba su paso sentado en la esquina extranjera, justo debajo de la farola, ridículo con aquel ramo de claveles entre los brazos, su primera humillación. Desahogaba la espera cantando algo de Beatles en un inglés inventado. Agotaba los minutos y mi paciencia hasta que las piernas se me quedaban rígidas y por dentro unos bichos impacientes murmuraban que hoy no vendrá, vete, qué haces aquí, ingenuo. Pero venía, siempre venía, me hacía un gesto y le seguía a cierta distancia como un atribulado servidor de sus deseos para…
…no sé de quién era aquel ático, si lo alquilaba o pertenecía a su familia, estaba escasamente amueblado pero con las paredes repletas de grabados de Doré, oscuros, temáticos, la Divina Comedia, el infierno, ángeles con espadas flamígeras, me daban miedo. Conectaba un pick up, escogía música, siempre Bach y sin mirarme me ordenaba, quítate la ropa, su segunda humillación y…
…el primer impulso era abrazarla pero me lo impedía con un gesto y decía, ya sabes, era el momento de hacer flexiones mientras ella me miraba y me insultaba y yo sentía que los bíceps se endurecían y me acaloraba y soportaba aquel castigo como un previo a una recompensa que no siempre se producía pero aquel día sí y su venera el comienzo…
…no sé cómo caí en aquel círculo asfixiante y erótico, quizás por eso..
¿Porqué me lo cuentas ahora?
Quiero ser sincero contigo, sigo viéndola, no con tanta frecuencia como entonces pero seguimos viéndonos de vez en cuando, ella está sola, tiene una edad y…
Eres un estúpido, déjame en paz, estás enfermo, vete a la mierda. Etcétera.
Cuando
me quité las gafas vi que entendía lo
que leía. Por eso, cuando sea mayor y me las vuelva a poner escribiré mi
novela, encontraré los libros perdidos, me sentaré en un parque a ver correr
las nubes, añoraré las noches que pasé despierto en un tiovivo en el que cabían
la luna y chicas que me confundían con su padre, alcohol en las rocas y boleros
en Laga, en cualquier playa con Henry Miller y señales en el cielo con
txalaparta y tormentas de verano.
Tengo
en la memoria demasiados nombres y demasiados cuentos y este espacio no da para
mucho más de lo que da porque resulta que ya soy mayor y he olvidado que todo
esto no es ni siquiera el comienzo de lo que me contaré.
Pero
otro día, el mes que viene, en Mayo, que ahora no tenemos tiempo,empiezo.
Nunca he cantado bien, jamás
he blasfemado, ni fumado, tampoco he pisado fuera del camino, en la hierba
donde juegan los niños traviesos y los torpes dueños de perros sin amaestrar.
Sí he sabido nadar en varios mares, conservar el equilibrio ante abismos
varios, me he recetado dulces y libros, poemas al oído y Cunqueiro, Beatles,
algo de Zelenka que escuché en la Fnac y amor en el portal de una calle oscura.
Creo que me queda tiempo para
alguna travesura más.
Por eso aún no he empezado a
escribir mi libro, no sé si será de aventuras, de mentiras varias o un ensayo
sobre lo que no hay que dejar de hacer.
A
grandes rasgos esta es la historia. Arriba, el director sentado en la
superficie, ordena rodar a cámara lenta, sigue el naufragio, estoico, toma un travelling
del obeso y desbordado capitán que hace gestos en la proa. Las barcas están repletas de pasajeros temblorosos,
atónitos, asustados por las hélices que amenazan. Son inútiles las señales de petición de socorro,
los mensajes en código Morse. Un ángel en un tragaluz filma la catástrofe para
los informativos celestiales. Hay un pájaro con una rama de laurel en el pico que
vuela entre las nubes de la tormenta hasta la mano cerrada de Laura, su brazo
lleno de gavilanes, su corazón en la punta del iceberg, su mirada cosida con
puntadas de modistilla, su antigua pasión cortada en mil pedazos que el viento
se va llevando por los muelles del amanecer o más allá, lejos. Un chaval
pamposado encuentra uno de esos pedazos y se lo enseña a su madre qué, ahíta de
aburridas tardes de parque y semillas de girasol, le pega en los dedos mientras
grita - ¡Niño, no cojas porquerías del
suelo!- El director,
enfadado por esa intromisión recoge sus bártulos y la película queda
inconclusa. (No sé muy bien qué estoy contando).
Recuerdos
de niño, aquella cocina de luz inundada de sol, llena de mujeres, mi bisabuela,
mi abuela, mi madre, una tía abuela, dos tías, cocinaban, tricotaban, escuchaban
Ama Rosa, hablaban de sus cosas, se
reían mucho, me mimaban. En sus charlas, sobre todo mi abuela, empezaba algunas
frases con “en tiempo normal”. Entonces no sabía a qué se refería, bastante
tenía con jugar y disfrutar de aquella infancia afortunada. Años después
entendí el significado, aquel tiempo normal era el de antes de la guerra, su
tiempo feliz. Después de tanto sufrimiento, tantas muertes, tanto dolor, tantas
penurias, para ellas el tiempo ya nunca fue normal.
Temo
que, salvando las distancias, pronto también nosotros empecemos algunas frases
con “en tiempo normal”, añorando cuando
nuestro tiempo era normal.
La pintora Paula Becker y la escultora Clara Westhoff en el estudio de Becker. Bremen, 1899.
PAULA BECKER A CLARA WESTHOFF
Paula Becker (1876-1907) y Clara Westhoff (1878-1954) se hicieron amigas en Worpswede, una colonia de artistas cerca de Bremen, Alemania, en el verano de 1899. En enero de 1900 pasaron medio año juntas en París, donde Paula pintaba y Clara estudiaba escultura con Rodin. En agosto regresaron a Worpswede y pasaron el siguiente invierno juntas en Berlín. En 1901, Clara se casó con el poeta Rainer Maria Rilke; poco después, Paula se casó con el pintor Otto Modersohn. Murió a causa de una hemorragia tras el parto, murmurando: «¡Qué lástima!».
El otoño parece ralentizado,
el verano aún resiste aquí, hasta la luz
parece durar más de lo que debería
o quizá la estoy aprovechando hasta el límite.
La luna rueda en el aire. No quería este niño.
Eres la única a la que se lo he dicho.
Quiero tener un hijo, tal vez, algún día, pero no ahora.
Otto tiene una forma calmada, autocomplaciente,
de seguirme con la mirada, como diciendo
¡Pronto tendrás trabajo a manos llenas!
Y sí, lo tendré; este hijo será mío,
no suyo, los fallos, si fallo,
serán todos míos. No se nos da bien, Clara,
aprender a evitar estas cosas,
y una vez que tenemos un hijo, es nuestro.
Pero, últimamente, me siento por encima de Otto o de cualquiera.
Ahora sé el tipo de obra que tengo que crear.
¡Requiere tanta energía! Tengo la sensación de estar
yendo a algún sitio, paciente, impaciente,
en mi soledad. Rastreo por todas partes en la naturaleza
nuevas formas, viejas formas en lugares nuevos,
los planos de una boca clásica, pongamos por ejemplo, entre las hojas.
Sé y no sé
lo que ando buscando.
Recuerda esos meses en el estudio juntas,
tú embarrada hasta tus fuertes antebrazos,
yo intentando hacer algo con las extrañas impresiones
que me asaltaban: las flores y pájaros
japoneses sobre la seda, los borrachos
cobijados en el Louvre, aquella luz en el río,
aquellos rostros… ¿Sabíamos con exactitud
por qué estábamos allí? París te enervaba,
te resultaba excesiva, pero continuaste
con tu trabajo… y más tarde nos volvimos a encontrar allí,
ambas ya casadas entonces, y pensé que tanto tú como Rilke
parecíais enervados. Percibí una especie de amargura
entre vosotros. Por supuesto él y yo
hemos tenido nuestros problemas. Quizá tenía celos
de él, para empezar, por apartarte de mí,
quizá me casé con Otto para llenar
mi soledad de ti.
Rainer, por supuesto, sabe más de lo que sabe Otto,
cree en las mujeres. Pero nos chupa la sangre,
como todos ellos. Toda su vida, su arte
están patrocinados por mujeres. ¿Cuál de nosotras podría decir lo mismo?
¿Cuál de nosotras, Clara, no ha tenido que dar ese salto
por encima del ser mujer
para salvar nuestra obra? ¿o es para salvarnos a nosotras mismas?
El matrimonio es más solitario que la soledad.
Sabes: soñé que había muerto
al dar a luz al niño.
No podía pintar, ni hablar, ni siquiera moverme.
Mi hijo –creo– me sobrevivió. Pero lo que resultaba gracioso
en el sueño era que Rainer había escrito mi réquiem:
un poema hermoso, largo, en el que me llamaba su amiga.
Yo era amiga tuya
pero en el sueño tú no decías palabra.
En el sueño su poema era como una carta
a alguien que no tiene derecho
a estar ahí pero que debe ser tratado con gentileza, como un invitado
que aparece el día equivocado. Clara, ¿por qué no sueño contigo?
Esa foto de nosotras dos –todavía la tengo–,
tú y yo mirándonos fijamente
y mi cuadro detrás de nosotras. ¡Cómo solíamos trabajar
mano a mano! Y cómo he trabajado desde entonces,
intentando crear según nuestro plan
de poner, contra viento y marea, toda nuestra energía
en cualquier tema. Sin reservarnos nada,
porque éramos mujeres. Clara, nuestra fuerza aún reside
en las cosas de las que solíamos hablar:
cómo la vida y la muerte van de la mano,
la lucha por la verdad, nuestra vieja promesa de no sentirnos culpables.
Y ahora siento el alba y el día venidero.
Me encanta despertarme en mi estudio, viendo cómo mis cuadros
cobran vida a la luz. A veces siento
que soy yo misma la que patea en mi interior,
a mí misma a quien debo dar el pecho, amor…
Ojalá hubiéramos podido hacer esto, la una por la otra,
toda nuestra vida, pero no podemos…
Dicen que las mujeres encintas
sueñan con su propia muerte. Pero la vida y la muerte
El famoso pintor Salvador Dalí y su mujer Gala, cuando eran ya muy mayores, tenían un conejo amaestrado al que querían mucho y que no se alejaba nunca de ellos. En una ocasión tenían que hacer un largo viaje y estuvieron discutiendo hasta muy entrada la noche qué hacer con el conejo. Era complicado llevarlo y era difícil confiárselo a alguien, porque el conejo desconfiaba de la gente. Al día siguiente Gala cocinó y Dalí disfrutó de una comida excelente hasta que comprendió que estaba comiendo carne de conejo. Se levantó de la mesa y corrió al retrete donde vomitó al amado animalito, al fiel amigo de su vejez. En cambio Gala estaba feliz de que aquel a quien amaba hubiera penetrado en sus entrañas, las acariciara y se convirtiera en parte del cuerpo de su ama. No existía para ella una realización más perfecta del amor que la de comerse al amado. En comparación con esta fusión de los cuerpos, el acto sexual le parecía sólo una ridícula cosquilla.
De vez en cuando, en el vagón, Natasha, la hija del viejo doctor Karasik, detenido y ejecutado en 1937, se ponía a cantar. A veces incluso cantaba por la noche, lo que no causaba enfado en la gente del vagón.
Era tímida, hablaba siempre con una voz apenas audible, mantenía la mirada baja, sólo visitaba a sus parientes más cercanos y se sorprendía de la audacia de las jóvenes que bailaban en las fiestas.
En el proceso de selección de personas sujetas a aniquilación no fue incluida en el grupo de artesanos y médicos cuya útil vida se conservaría: a nadie le interesaba la vida de una señorita marchita de pelo ya canoso.
Un guardia la empujó hacia la colina polvorienta donde estaba el mercado. Se encontró ante tres hombres borrachos; a uno de ellos, ahora jefe de policía, lo conocía de antes de la guerra, cuando trabajaba como administrador en el almacén del ferrocarril. Ni siquiera comprendió que aquellos tres hombres eran árbitros de la vida y de la muerte. Un policía la empujó hacia una muchedumbre clamorosa de niños, mujeres y hombres, los considerados inútiles.
Luego caminaron hacia el aeródromo, bajo aquella canícula que sería la última para ellos. Dejaban atrás manzanos polvorientos al borde del camino; lanzaban por última vez gritos penetrantes, rasgándose la ropa, rezaban. Natasha caminaba en silencio.
Nunca había pensado que la sangre pudiera ser de un rojo tan vivo bajo el sol. Cuando los gritos, los disparos, los ronquidos cesaron por un instante, se oyó el susurro de la sangre en la fosa: corría sobre los cuerpos blancos como sobre piedras blancas.
Después vino un momento menos terrible: el crepitar de la ametralladora y la cara del verdugo fatigada por el trabajo, sencilla y bonachona, aguardando paciente a que ella se acercara y se colocara en el borde de la fosa susurrante.
Cuando llegó la noche, escurrió la camisa mojada y volvió a la ciudad. Los muertos no salían de la tumba por tanto ella estaba viva. Y mientras, a través de los patios, Natasha se dirigía al gueto, vio que en la plaza había un baile popular. Una orquesta compuesta por instrumentos de viento y cuerda tocaba la melodía triste y melancólica de un vals que siempre le había gustado, y a la luz opaca de la luna y los faroles, las parejas -chicas y soldados- giraban por la plaza polvorienta, y su pisoteo se mezclaba con la música. En ese instante aquella señorita marchita se sintió feliz y a salvo; y, desde entonces, cantaba con el presentimiento de una felicidad futura y, a veces, si nadie la veía, incluso trataba de bailar el vals.
Al frente de la infantería estaba el teniente Zúbarev, que antes de la guerra había estudiado canto en el Conservatorio. A veces, por la noche, se acercaba con sigilo hasta las líneas alemanas y entonaba "Oh, efluvios de la primavera, no me despertéis" o el aria de Lenski de Eugenio Oneguin.
Cuando le preguntaban qué le empujaba a subirse a un montón de cascotes para cantar, aun a riesgo de poner en peligro su propia vida, Zúbarev eludía dar una respuesta. Quizás allí, donde el hedor de los cadáveres flotaba en el aire día y noche, quería demostrar, no sólo a sí mismo y a sus camaradas sino también a los enemigos, que las fuerzas destructoras, por muy poderosas que fueran, nunca podrían borrar la belleza de la vida.