No
me escribas más, me dices, no me escribas, que no quiero esperarte, que no
quiero esa ansiedad de estar en la ventana, esa curiosidad de abrir la puerta
del balcón para ver si subes desde el camino de la plaza.
Y
no te escribo, no porque no sepa qué decirte, no porque se me hayan agotado las
palabras, no te escribo porque me basta con mirarte para que el aire se
encienda y sea nuevo, porque cuando nuestros cuerpos se juntan explota una
estrella y nos fragmenta en minúsculos nosotros que bailan juntos dentro de un
círculo de velas que iluminan una noche que espera al día.
Tú
dices que no, pero esto que nos ocurre es raro, complejo, rico, fascinante, lleno
de enramadas bajo las que nos cobijamos mientras llueve, y nos mojamos dos
veces y nos abrazamos, atónitos, y nos damos las gracias como educados
amantes que se despiden poco antes de que den las diez y los vecinos aplauden
nuestros juegos de manos y Barcelona está lejos pero menos que México DF.
Yo
me pierdo en tus ojos, me busco en tu escucha atenta, me crezco entre la hiedra
de querernos así, como adolescentes asustados, ilusionados, maravillados porque aún sean posibles los milagros cuando ya nos habíamos borrado de la nómina de
creyentes, de la relación de regantes de olivos en Jaén, de malabaristas ebrios
que saltan de tu ventana a la mía, se retuercen, gritan y viviría en tus
caderas, o cerca de ellas, encaramado al andamio de besarte el ombligo, los
músculos de tus brazos, la barbilla, entraría de cabeza en tu sexo y te nadaría
por dentro hasta conocerte entera, espeleólogo de tu intimidad, con mi uniforme
de submarinista, con mi curiosidad de novicio, con mi hambre insaciable de ti
porque te descubro facetas nuevas cada día, resquicios por los que me cuelo y
fisgo en tu interior y me siento ahí, escuchando tu respiración, tus
vertientes, tus subidas y bajadas a territorios que ni imaginaba, pobre hombre
limitado a disfrutar del prodigio de haberte conocido justo ahora cuando ya las
aguas se retiran, cuando la tormenta amaina, cuando el sol se esconde entre la
niebla, reina de mis 32, antes de mis 31, emperatriz de mi actividad amorosa,
diplomada en hacerme feliz, enmarco tus suspiros y los cuelgo en la pared de mi
yo, donde me reúno conmigo mismo, con mis circunstancias, con mi soledad.
Ay,
mi bella amante en tu plenitud, tan inteligente, sensible, dulce, especial,
diferente, sonriente a veces, llorosa otras, deliciosa siempre, apasionada,
milagro al que quiero besar la mano en esta mañana luminosa, regalarte mi
mirada limpia, mi promesa de que intento con todas mis fuerzas poder
corresponder al caudal de emociones intensas que dejas en mi puerta, así, como
si nada, de forma natural.
Quiero
acariciar tu frente para que estés tranquila, feliz, relajada antes de tu
viaje, aunque te vayas tan lejos y no nos veamos ya nunca más. Después recoger
los pañuelos mojados de lagrimas, tenderlos en una cuerda sobre la vía de ese
tren que te lleva a no sé donde, acurrucarme entre las piedras y quedarme ahí,
inmóvil, indiferente a la locomotora de la tristeza que viene a toda velocidad
y que de forma irremediable me arrollará.