PRESENTACIÓN DEL EDITOR
La conveniencia y el interés—que juzgo extremo—de editar a fecha de
hoy estas Memorias de Albert Speer no se desprende del hecho de que su
autor haya sido considerado por algunos un «nazi bueno», ni tampoco de
la creencia de que se trate de un gran arquitecto al que, olvidado, haya
que reivindicar. Como arquitecto fue, a mi entender, poco brillante, y
como nazi no fue mucho mejor que cualquiera de sus correligionarios.
Ninguna de estas causas pues justificaría la pertinencia de acordarse de su
existencia ni de su libro. El interés de sus memorias, su extraordinario
interés, nos salta a la vista a poco que las veamos en la justa medida de lo
que nos ofrecen, que es un documento, probablemente uno de los más
valiosos, sobre el tercer Reich alemán.
No solamente es un diario apasionante de lo cotidiano desde los
entresijos del régimen, escrito además por alguien que los vivió
directamente, sin intermediarios y desde una posición privilegiada—con
lo que nos ofrecen una perspectiva inusual y cotidiana de Hitler que nos
ilustra sobre detalles de extraordinaria significación y alcance—; no nos
da solamente cuenta de algunos pensamientos del dictador de enorme
interés, más por su proyección hacia lo público que por su valor
intrínseco: es también, y quizás entre otras cosas por todo lo apuntado
hasta aquí, uno de los escritos más demoledores sobre el nazismo. Por si
esto fuera poco, en este libro se han basado la inmensa mayoría de
estudios que se han ocupado de este infausto período histórico.
Llegados a este punto, podríamos preguntarnos sobre la pertinencia de
editar de nuevo el Mein Kampf, de Adolf Hitler, o cualquiera de los otros
textos escritos por los jerarcas del nazismo o de cualquier otra
dictadura—el Libro Rojo de Mao, por ejemplo. Sin duda los dos son
también documentos históricos, pero en un orden de cosas absolutamente
distinto del presente. Dicho de otro modo: ninguno de los dos habría de
tener cabida en el catálogo de Acantilado. Y ello por un motivo básico:
ambos son textos programáticos, destinados a reclutar seguidores. Ambos
pretenden dar forma y articular ideológicamente proyectos políticos, que
tuvieron además—aunque esto no sea ahora lo que más deba
importarnos—terribles consecuencias.
El interés contemporáneo de disponer de un ejemplar del libro de
Hitler, o del de Mao, entiendo que se nos muestra solamente en los
seminarios de historia contemporánea de las universidades, y ello para
uso de sus investigadores. Poco espacio habrían de tener en un catálogo
en el que se impone la reflexión y la memoria del pasado. Memoria,
huelga decir, sobre lo que ha configurado y configura nuestro presente.
En los casos a que los dos libros citados refieren, la única memoria que
les reclamaremos es aquella que pueda evitar su repetición. Y aquí es
donde el libro de Speer nos puede ser de extraordinaria utilidad.
Elias Canetti, bien poco sospechoso de simpatizar con el dictador y sus
gentes, escribió en La conciencia de las palabras que el único modo de
ponerse en guardia contra la posible aparición de un nuevo Hitler, al ser
éste distinto en su aspecto exterior del precedente, es conociéndole en su
más honda realidad. Y es así que, a través de este libro, podremos ver con
toda precisión, afirma Canetti, cuáles son las bases sobre las que se
sustentó la locura hitleriana. En la frecuentación del dictador a lo largo de
sus más de novecientas páginas nos vamos familiarizando con los puntos
básicos de su ideología y sus pretensiones, así como con su entorno más
inmediato, el de un grupo de zafios personajes con reducida capacidad de
análisis pero con una enorme capacidad de acción. Sus estrategias son
aquí puestas a la luz con inteligencia y perspicacia. Esas novecientas
páginas nos familiarizarán pues con la máquina del totalitarismo. Este
hecho solo, serviría para explicar la necesidad de que los lectores puedan
disponer de un libro como el presente.
Pero no es ésta su única virtud. Si algo parece también
incuestionable es que la locura hitleriana tuvo en el eficacísimo Speer un
brazo ejecutor de enorme capacidad. Es quizás en este punto en el que, a
mi entender, el libro se hace más útil para el mundo contemporáneo. El
nacionalsocialismo no gobierna hoy, pero algo de lo que nos cuenta
Speer en su libro se nos hace dolorosamente presente. Y es así que nos
servirá, no ya solamente como un documento de primer orden para
entender el pasado y poder prever el futuro, sino, también y en medida no
menor, como herramienta para ver con toda claridad la herencia que el
nazismo y la maquinaria nazi han dejado en nuestros días.
En un momento de sus memorias, Speer recuerda una anécdota
enormemente esclarecedora. Siendo ya ministro de armamento del Reich
y en plena guerra, un artículo aparecido en el Observer inglés del 9 de
abril de 1 9 4 4 le preocupa, puesto que puede indisponerle con Hitler.
Dice Speer que, adelantándose a que alguien pudiera hacerlo antes,
«entregué a Hitler una traducción de este artículo haciendo a la vez unas
cuantas observaciones jocosas.
Hitler se caló las gafas con cierta torpeza y comenzó a leer:
«Speer es hoy, en cierto modo, más importante para Alemania que Hitler,
Himmler, Göring, Goebbels o los generales. En realidad, todos ellos no
son sino colaboradores de este hombre, que es quien realmente dirige la
gigantesca máquina bélica y saca de ella el máximo rendimiento. Vemos
en él la precisa materialización de la revolución del ejecutivo. Speer no es
uno de esos nazis extravagantes y pintorescos. De hecho ni siquiera se
sabe si tiene opiniones políticas. Se habría podido adscribir a cualquier
otro Partido político, si hacerlo le hubiera servido para conseguir trabajo
y una carrera. Es un prototipo destacado del hombre medio, triunfador,
bien vestido, cortés, incorruptible. Su estilo de vida, con esposa y seis
hijos, es característico de la clase media. Speer se asemeja a algo
típicamente nacionalsocialista o típicamente alemán muchísimo menos
que cualquier otro líder alemán. Más bien simboliza un tipo de hombre
que se está volviendo cada día más importante en todos los Estados que
participan en la guerra: el técnico puro, el hombre brillante que no
proviene de una clase social ni tiene antepasados gloriosos y cuyo único
objetivo es abrirse camino en el mundo gracias a sus facultades como
técnico y organizador. Precisamente su falta de lastre psicológico y
anímico y la desenvoltura con que maneja la temible maquinaria técnica y
organizativa de nuestro tiempo hace que esta tipología insignificante
llegue tan lejos en nuestros días. Este es su tiempo. Puede que nos
deshagamos de los Hitler y de los Himmler, pero los Speer, sea lo que
fuere lo que pueda pasarle a este en particular, seguirán mucho tiempo
entre nosotros.»
Hitler leyó el comentario con toda calma, dobló la hoja y me la
devolvió sin despegar los labios, pero con mucho respeto. Hitler, en
efecto, debía respeto al hombre que supo llevar a la práctica con
competencia y en un tiempo récord sus proyectos de orden
arquitectónico, y quien, además, en las peores circunstancias de guerra,
pudo mantener viva una extraordinaria maquinaria bélica con el
armamento y la munición que, sorteando esas circunstancias, fue capaz de
proporcionarle.
Sorprende ver la frialdad con que Speer es capaz de hablar de sus logros
en este terreno, e incluso la poesía con que describe alguno de ellos en el
ámbito de la técnica al servicio de la destrucción, como el despegue de las
primeras bombas volantes que el tercer Reich envió sobre Londres. Se
diría que los aspectos destructivos y mortíferos de sus armas hubieran de
quedar en un segundo plano, sin presencia real, ante el hecho seguro de
su precisión mecánica y lo admirable de su soluciones técnicas. La
eficacia por encima de la moral. En todo ello, Speer precede y da cuerpo
a la figura de aquel ejecutivo contemporáneo que piensa solamente en los
beneficios que pueda generar su gestión, despreocupándose de los costes
que pueda tener en el ámbito de lo humano. Speer afirma en estas
memorias no saber nada del holocausto. Elias Canetti lo cree posible.
Importa poco que nosotros lo creamos o no, puesto que el holocausto
está perfectamente presente en todo el libro, aunque no sea ni tan sólo
nombrado. Tan sólo es tenuemente aludido, y ello aun al final del
volumen. Pero el holocausto está presente en el desprecio por lo humano
que trasciende lo privado, en la despreocupación por los efectos de una
maquinaria que Speer ayudó a mantener perfectamente engrasada y a
punto.
La auténtica perversidad de Speer se encuentra probablemente en
la disponibilidad total de un técnico de alta calificación como él para
llevar a cabo sin vacilación y con la máxima eficacia las órdenes de un
canciller que a nadie puede llevar a engaño, y al que es capaz además de
percibir también en lo más perverso de sus planes. Es cierto que Speer—
como tantas otras personas inteligentes, y me saltan a la memoria Igmar
Bergman y Ernst Jünger— se sintió de entrada fascinado por Hitler. Y que
hubiera ido con él hasta el fin del mundo. Es cierto también que es
solamente al final del libro cuando nos habla de sus dudas, así como de
una cierta oposición al dictador. Y, sin embargo, desde mucho antes ha
podido dar cuenta de sus debilidades y sus obsesiones con auténtica
penetración psicológica. Desde casi siempre habrá podido intuir, pues,
que no es más que el brazo ejecutor de una mente enferma y limitada, a la
que provee de un instrumento, su inteligencia, y con ella su capacidad de
organización y eficacia ejecutiva. Y, sin embargo, no duda ni un instante
en obedecerle, sin preguntarse por el sentido último de estas órdenes ni
tampoco sobre sus consecuencias. Claro que Speer es muy joven
—bordea los treinta años—cuando entra al servicio del dictador, y que las
responsabilidades que se le ofrecen superan con mucho las mejores
expectativas de un profesional de su edad, pero su participación fue
demasiado significada para pasarla por alto atribuyéndola a la simple
inexperiencia o a la falta de atención.
Sin duda, si algo lo define es la ambición ilimitada. Y esta es la peor
herencia que nos ha llegado de uno de los momentos más convulsos y
brutales del siglo pasado. Y es esta ambición la que hoy vemos como
extraordinariamente peligrosa en un mundo en el que puede llegar a
aceptar y justificar situaciones paralelas a las descritas. De ahí el poder de
antídoto de este libro. Más allá de la curiosidad, nos ilustra sobre lo no
inmediatamente perceptible que nos acecha desde las puertas del horror.
No buscamos en este libro al nazi bueno. Vuelvo al principio:
buscamos—y encontramos de sobras—la cara menos evidente del horror.
© Jaume Vallcorba (2001)