He mantenido conversaciones sobre aventuras amorosas no solo entre las seguras paredes de mi consulta de psicoterapeuta, sino también en aviones, cenas, congresos, mientras me hacían las uñas, con colegas, con el que vino a instalar el cable y, por supuesto, en las redes sociales. Desde Pittsburgh hasta Buenos Aires, desde Delhi hasta París, siempre estoy estudiando la infidelidad.
El adulterio existe desde que se inventó el matrimonio, pero, a pesar de ser un comportamiento de lo más corriente, sigue conociéndose muy mal. Las respuestas que obtengo en todo el mundo cuando menciono la infidelidad van desde la condena más amarga hasta el entusiasmo desatado, pasando por la aceptación resignada y una compasión llena de cautela. En París, el tema aporta inmediatamente cierto cosquilleo a cualquier conversación de sobremesa, y veo cuánta gente ha estado en los dos lados de la situación. En Bulgaria, unas mujeres con las que hablé parecían pensar que las correrías de sus maridos eran una desgracia inevitable. En México, las mujeres a las que he preguntado piensan con orgullo que el aumento de las aventuras femeninas es una forma de rebelión social contra una cultura machista en la que siempre ha habido margen para que los hombres tuvieran “dos hogares”, la casa grande y la casa chica, una para la familia y otra para la amante. La infidelidad está seguramente en todas partes, pero el sentido que le damos —cómo la definimos, la experimentamos y hablamos sobre ella— está asociado al lugar y el momento concretos en los que se desarrolla el drama.
Una cara de la moneda es el daño que hace la infidelidad al cónyuge engañado. Durante siglos, cuando se aprobaba tácitamente que los hombres tuvieran aventuras, ese daño no se tenía en cuenta, porque lo sufrían sobre todo las mujeres. La cultura contemporánea tiene el mérito de ser más comprensiva con el engañado. Sin embargo, para saber más sobre uno de nuestros comportamientos más antiguos, debemos examinarlo desde todos los puntos de vista. Con toda la atención que se presta al trauma y la recuperación, se da demasiado poca a los significados y los motivos de las aventuras amorosas, a lo que podemos aprender de ellas. Por extraño que parezca, las aventuras pueden enseñarnos muchas cosas sobre el matrimonio: nuestras expectativas, las cosas que creemos querer y las cosas a las que creemos tener derecho. Revelan nuestras actitudes personales y culturales sobre el amor, el deseo y el compromiso, unas conductas que han cambiado por completo en los últimos 100 años.
Más que otro amante, lo que buscamos es otra versión de nosotros mismos
Las aventuras amorosas no son como las de antes porque el matrimonio no es como antes. Durante gran parte de la historia, y todavía hoy en muchas zonas del mundo, el matrimonio era una alianza práctica que garantizaba la estabilidad económica y la cohesión social. Nunca habían sido tan descomunales nuestras expectativas sobre el matrimonio. Seguimos queriendo todo lo que se supone que proporciona la familia tradicional —seguridad, respetabilidad, propiedad e hijos—, pero ahora queremos además que nuestra pareja nos quiera y nos desee. Queremos ser los mejores amigos, fieles confidentes y amantes apasionados.
El pequeño círculo del anillo de casados contiene unos ideales contradictorios. Queremos que la persona escogida nos ofrezca estabilidad, y seguridad, que sea previsible y fiable. Y, al mismo tiempo, queremos que esa misma persona sea una fuente de asombro, misterio, aventura y riesgo. Esperamos comodidad y audacia, familiaridad y novedad, continuidad y sorpresa. Evocamos un nuevo Olimpo en el que el amor es siempre incondicional, la intimidad es fascinante y el sexo es arrebatador, siempre con la misma persona y durante mucho tiempo. Y ese tiempo es cada vez más largo.
Además, vivimos en la era de los derechos; estamos convencidos de que uno de esos derechos es la satisfacción personal. En Occidente, el sexo es un derecho unido a nuestra individualidad, nuestra realización y nuestra libertad. Hoy en día, en general, llegamos al altar después de años de ser nómadas sexuales. Para cuando nos casamos, ya nos hemos acostado con varias personas, hemos tenido parejas, hemos cohabitado y hemos roto relaciones. Antes, no teníamos relaciones sexuales hasta después de casarnos. Ahora nos casamos y dejamos de acostarnos con otras personas. Nuestra decisión consciente de restringir nuestra libertad sexual es prueba de la seriedad de nuestro compromiso. Al dar la espalda a otros amantes estamos confirmando: “Este es el amor de mi vida. No tengo que seguir buscando”. Se supone que el deseo que pudiéramos sentir por otras personas se evapora como por arte de magia, vencido por el poder de esa atracción única.
La evolución de las relaciones estables nos ha llevado a un punto en el que creemos que no debería haber infidelidad, puesto que han desaparecido todas las razones para su existencia y se ha logrado el equilibrio perfecto entre libertad y seguridad. Y, sin embargo, sí hay infidelidades. Las hay en matrimonios que van mal y en matrimonios que van bien. Las hay incluso en relaciones abiertas en las que el sexo extraconyugal se negocia con sumo cuidado antes. La libertad de romper y divorciarse no ha dejado obsoleto el engaño. ¿Por qué? ¿Por qué engaña a su pareja una persona? ¿Y por qué engaña a su pareja una persona feliz?
Si tenemos todo lo que necesitamos en casa —tal como promete el matrimonio moderno—, no deberíamos tener motivos para ir a buscar nada fuera. Por tanto, la infidelidad debe de ser síntoma de que una relación se ha torcido.
Hay otros cuyos sueños los llevan al amor que dejaron marchar, la persona que podrían haber sido
Esta teoría del síntoma tiene varios inconvenientes. En primer lugar, refuerza la idea de que existe una cosa llamada matrimonio perfecto, que nos vacuna contra cualquier deseo de “ver mundo”. Pero nuestro nuevo ideal conyugal no ha reducido el número de hombres y mujeres que tienen aventuras. De hecho, es muy posible que, por cruel que parezca, sea la expectativa de felicidad doméstica lo que nos empuja a ser infieles. En otro tiempo, teníamos aventuras porque, en teoría, el matrimonio no tenía nada que ver con el amor y la pasión. Hoy tenemos aventuras porque el matrimonio no proporciona el amor y la pasión que esperábamos. No es que hoy tengamos deseos diferentes, sino que creemos que tenemos el derecho —incluso la obligación— de hacerlos realidad.
La infidelidad no siempre coincide con problemas matrimoniales. En muchos casos, sí es cierto que una aventura compensa carencias o sirve para preparar la ruptura. La inseguridad en la relación, el querer evitar conflictos, la falta prolongada de sexo, la soledad o simplemente años de tener una y otra vez las mismas discusiones: muchos adúlteros están motivados por las desavenencias domésticas. Y luego están los que caen siempre en lo mismo, los narcisistas que engañan impunemente solo porque pueden.
Sin embargo, los especialistas nos encontramos a diario con situaciones que contradicen estos argumentos. Me encuentro en muchas sesiones a personas que me aseguran: “Quiero a mi mujer/marido. Somos los mejores amigos y somos muy felices juntos”. Y añaden: “Pero tengo una relación con otra persona”.
Muchas de esas personas han sido fieles durante años e incluso décadas. Parecen personas equilibradas, maduras, atentas y muy comprometidas con su relación. Pese a ello, un día, cruzaron una línea que nunca habían imaginado traspasar. ¿Para tener un atisbo de qué?
Cuanto más oigo estas historias de transgresiones impensables —desde una aventura de una noche hasta apasionadas historias de amor—, más busco otras explicaciones. Una vez que remite la crisis inicial, es importante que, junto al dolor que causa una aventura amorosa, se explore cómo la experimentan sus protagonistas. Con ese fin, he animado a distintos cónyuges infieles a que me cuenten su caso. Quiero comprender qué significa la aventura para ellos. ¿Por qué lo hicieron?
No es que tengamos deseos diferentes. Creemos que tenemos el derecho de hacerlos realidad
Una de las verdades más incómodas de una aventura amorosa es que lo que para el amante A puede ser una traición angustiosa, para el amante B puede ser una experiencia trascendental. Las aventuras extraconyugales son dolorosas y desestabilizadoras, pero también pueden proporcionar sensación de libertad y poder. Es crucial comprender a las dos partes, tanto si la pareja decide poner fin a su relación como si decide permanecer unida.
Al adoptar una doble perspectiva sobre un tema tan polémico, soy consciente de que me arriesgo a que digan que soy “proaventuras” o me acusen de tener averiada mi brújula moral. Les aseguro que no me parecen bien los engaños ni me tomo las traiciones a la ligera. En mi consulta soy testigo a diario de los estragos que causan. Pero las complejidades del amor y el deseo no se prestan a categorizaciones simplistas de buenos y malos, víctimas y pecadores.
A veces, cuando buscamos la mirada de otra persona, no estamos apartándonos de nuestra pareja, sino de la persona en la que nos hemos convertido. Más que otro amante, lo que buscamos es otra versión de nosotros mismos. El ensayista mexicano Octavio Paz definía el erotismo como “un ansia de otredad”. Y, a menudo, el “otro” más embriagador que descubre uno en una aventura no es su nueva pareja, sino a sí mismo.
Aislado de las responsabilidades de la vida cotidiana, el universo paralelo de la aventura suele idealizarse. Para algunos, es un mundo lleno de posibilidades, una realidad alternativa en la que pueden reinventarse. Ahora bien, si se vive como algo sin límites es precisamente porque está contenido y delimitado por su carácter clandestino. Es un interludio poético en una vida prosaica. Las historias de amores prohibidos son utópicas por naturaleza, sobre todo en contraste con las vulgares restricciones del matrimonio y la familia. Una característica fundamental de este universo en nebulosa —y la clave de su poder irresistible— es que es inalcanzable. Las aventuras son por definición precarias, esquivas y ambiguas. La indefinición, la incertidumbre y el no saber cuándo volveremos a vernos —unos sentimientos que nunca toleraríamos en nuestra relación central—, en una relación a escondidas, son la chispa que enciende la ilusión. Como no podemos tener a nuestro amante, lo deseamos sin cesar. Esa sensación de que el otro está fuera del alcance da a las aventuras su mística erótica y mantiene la llama del deseo. A esa separación entre la aventura y la realidad contribuye el hecho de que muchas personas escogen amantes a los que no podrían o no querrían tener como parejas estables. Cuando nos enamoramos de alguien de una clase, cultura o generación diferente, jugamos con unas posibilidades que no se nos ocurrirían en la realidad.
Estos tipos de aventuras no suelen soportar el descubrimiento. Se podría pensar que una relación por la que se ha arriesgado tanto debería sobrevivir la transición a la luz del día. En los momentos de pasión, los amantes hablan con añoranza de todas las cosas que podrán hacer cuando, por fin, puedan estar juntos. Sin embargo, cuando se levanta la prohibición, cuando se materializa el divorcio, cuando lo sublime se mezcla con lo ordinario y la aventura entra en el mundo real, ¿qué sucede? Algunos emprenden una vida feliz y legítima, pero son muchos más los que no. En mi experiencia, la mayoría de las aventuras terminan mal, aunque también termine el matrimonio. Por muy genuinos que fueran los sentimientos amorosos, el devaneo solo tenía el propósito de ser una bella ficción. La aventura vive a la sombra del matrimonio, y el matrimonio ocupa el centro de la aventura. Sin la emoción de la ilegitimidad, ¿puede seguir siendo atractiva la relación con el amante?
En mi experiencia, la mayoría de las aventuras terminan mal, aunque acabe el matrimonio
La búsqueda del yo desconocido es un factor importante en el relato del adúltero, con numerosas variantes. Algunos se sienten atraídos por el recuerdo de la persona que fueron en otro tiempo. Hay otros cuyos sueños los llevan a la oportunidad perdida, el amor que dejaron marchar, la persona que podrían haber sido. El sociólogo Zygmunt Bauman habla de nuestra nostalgia por las vidas no vividas, las identidades no exploradas, los caminos no emprendidos. De niños, tenemos la oportunidad de jugar a que somos otros; de adultos, a menudo, nos encontramos encerrados en los papeles que nos han asignado o que hemos escogido. Cuando elegimos a una pareja, nos comprometemos con una historia, pero seguimos teniendo curiosidad: ¿de qué otras historias podríamos haber formado parte? Las aventuras extramaritales nos ofrecen un atisbo de esas otras vidas, del desconocido que llevamos dentro. El adulterio es la venganza de las posibilidades desechadas.
A mis pacientes les digo muchas veces que, si pudieran aportar a su matrimonio la décima parte del atrevimiento y el entusiasmo que aportan a su aventura, su vida familiar sería muy distinta. Nuestra imaginación y nuestra creatividad parecen más ricas en nuestras transgresiones que en nuestros compromisos. Pienso en una escena conmovedora de la película A Walk on the Moon (La tentación). El personaje de Diane Lane ha emprendido una aventura con un vendedor de blusas que es un espíritu libre. Su hija adolescente le pregunta: “¿Le quieres más que a todos nosotros?”. “No”, contesta la madre, pero “a veces es más fácil ser distinta con una persona diferente”.
Cada aventura amorosa redefine el matrimonio, y cada matrimonio determina qué herencia va a dejar la aventura. La infidelidad se ha convertido en una de las principales causas de divorcio en Occidente, pero conozco a muchas parejas que permanecen unidas después de que salga a la luz una aventura. En estos tiempos, muchas personas tienen dos o tres matrimonios o relaciones importantes y de larga duración. A menudo, cuando viene a verme una pareja después de que uno de los dos haya tenido una aventura, tengo claro que su primer matrimonio se ha terminado. Entonces les pregunto: “¿Estáis dispuestos a construir un segundo matrimonio juntos?”.
Fragmento de State of Affairs, de Esther Perel, cuyos derechos en español los ostenta Planeta México. La autora es psicoterapeuta y responsable del podcast Where should we begin? © 2017, Esther Perel
© MB Agencia Literaria.
Traducción de M. L. Rodríguez Tapia.