photo by Dorothea Lange, Last Ditch series, 1964
Olí mis dedos y ella estaba en las yemas, su olor me hacía temblar de excitación.
La luz entraba por las vidrieras, se descomponía en colores rojos y verdes. Música de órgano, Bach quizás. Flores blancas en el altar. Una señora enlutada esperaba su turno delante de los confesionarios. Un hombre arrodillado frente a un Cristo sangrante. El sacristán, supongo, comprobaba el micrófono del púlpito.
No acostumbro a frecuentar iglesias, me deprime ese ambiente opresivo de via crucis y santos estáticos, el gran ojo omnipresente controlando mis actos, pensamientos y errores. Salí y me quedé en el pórtico, viendo llegar a los familiares, a los amigos, a los habituales de los funerales, mezclado entre ellos.
No conocía de nada al que había fallecido. Solo sabía que aquella a quién amaba, aquella a la que había amado hacía apenas tres horas, era amiga de la familia. Veía su cara con los ojos cerrados entre mis manos, susurrando nuestra letanía de dulzuras casi infantiles, los nombres que nos dábamos, la ternura creciendo hasta la pasión, uniéndonos en un único cuerpo estremecido, tembloroso, brillando entre los serios muebles de mi despacho, el lecho improvisado en el sofá donde se sentaban los clientes, la puerta cerrada, sin pestillo, al azar de una visita inconveniente. Te quiero, nos dijimos mutuamente en la despedida.
Aquel hombre de pelo gris era su marido, ajeno a mi presencia, seguro y sonriente, hablando con unos y otros, elegante, educado, mayor. Me coloqué cerca, serio, sin mirarle, un asistente mas. Escuchaba su voz. Este era el hombre que dormía al lado de mi amada. Sentí una indefinible mezcla de simpatía, comprensión, complicidad, odio, respeto, desprecio, me sentí una mala persona. En un momento nuestras miradas se cruzaron y esbocé un saludo.
La misa estaba a punto de empezar y en la puerta apenas quedaban rezagados. Entre ellos nosotros dos, desconocidos, no imaginados. –Estoy esperando a mi hijo –se excusó, sorprendiéndome. –Sí –dije -, los chavales viven a otro ritmo. Entonces llegó su hijo, unos veinte años, aquel de quién ella tanto me había hablado, su principal remordimiento y obstáculo. –Encantado –se despidió el marido. Absurdo, no nos conocíamos de nada, yo no estaba encantado, no sabía qué hacía ahí, atormentándome, con la creciente certeza de estar enamorado hasta el tuétano, era inútil mentirme en que todo aquello era sexo, no podía vivir sin ella, la quería, la quería, solo para mí.
Tenía que escuchar su voz, saberla ahí. Al tomar el teléfono volví a olfatear entre mis dedos su olor íntimo. Y ocurrió. Despistado, obnubilado, quise cruzar a la otra acera sin mirar a los lados. El coche negro, un taxi, me arrastró varios metros.
En la cama del hospital no sé quién soy. Tú, yo, nuestro hijo, tu marido, el taxista, el que invento por estar aquí, mi vecino de habitación que se está muriendo, el cura a los pies de la cama, esa mujer que ha llorado, la enfermera que manda a todos salir de la habitación o el hombre alto vestido de blanco que no conozco y que ríe, en su cara hay una infinita crueldad. No tengo dolores, solo tengo miedo de cerrar los ojos y no poder abrirlos más.