Hijos
Sigo escribiendo textos llenos de ruidos discordantes, no tengo ni idea de donde me salen las palabras. Hay hasta quién cree que es mi vida. Me quedan medio...medio, pero los cuelgo aquí, expuestos a la benevolencia de los que cambian lecturas bajo los arcos de la plaza Mayor, sobre todo cuando hace calor, los sábados no.
Lo habitual.
Avanza julio, aquí (en mi aquí) nos va a llevar el viento, eso sí volaremos con mascarilla, calles abiertas/cerradas, carreteras colapsadas los fines de semana, lío de tráfico, ir de acá para allá, confusión de prioridades. Que no nos confinen.
Unos meses atrás quise cortar los hilos dorados y no tenía tijeras. Me vestí de maldito, me hice un adicto a los naufragios, un chico hard, un hombre soft encerrado en una caja de cartón, un bicho disfrazado de negro que hociqueaba en el charco de su propia ansiedad. Intenté un suicidio (simbólico) como Nerval, con un cordón blanco parecido a la liga de la reina de Saba, lo deseché al no encontrar ninguna mercería de guardia, no tenía cordones. Capítulo cerrado
Un día, en otro siglo, pensé que escribir(le) era una manera de acercar(le) mi(s) sentimiento(s). A eso me dediqué mientras la luna decidía los ritmos de la pleamar que plancha las playas. El espejo detrás de la cortina, mi corazón en la nevera (aterido), mi cabeza de viaje (más allá del fin de la tierra) alrededor caían meteoritos y no tenía paraguas. En este siglo ya nada de aquello tiene sentido.
A principios de este año Parker lo tenía claro (no del todo), hacía lo que hacía para que le quisieran. Temía que en realidad se había convertido en alguien que no era él sino uno que buscaba aprobación, integración, reconocimiento y cariño (amor en algunos casos).
Cuando vives así mucho tiempo es posible que en algún momento, por ejemplo al mirarte al espejo, no te reconozcas. Parker decidió que algo debía cambiar en su conducta, en su manera de ser para los otros. Empezó a buscar su propia aprobación pero la falta de costumbre le hacía confundirse y había veces que era él y otras que no, que era un señor de bigote. En resumen, que tenía un problema de personalidad de libro.
¿Qué hacer? Recurrió a la ayuda de un afamado psiquiatra que le hizo verse por dentro como nunca se había visto, su él, el ello. Varias sesiones después y varios cientos de euros menos Parker, por fin, supo quién era, quién es. Pero, ay madre, como dice el dicho, ha sido peor el remedio que la enfermedad, Parker no se gusta nada, se tiene manía y entre el confinamiento y ese yo incómodo lleva desde el 14 de marzo sin salir de casa. Por cierto, ha escondido los espejos y los teléfonos. No le llaméis.
Un poema tiene sus reglas: hace sentir –dolor, calor, frío, gozo, pena, alborozo, piedad, sí, no , indiferencia- al que lo lee.
Un cuento tiene que atrapar al lector de las tripas, envolvérselas por el cuello y ahogarle hasta la última línea.
Una página aquí colgada no es una herramienta engañosa, no es un juego, no es un artilugio de triturar minutos, no es una ventana a un solar baldío, no es un escenario para el aplauso.
¿Qué es? ¿Sabes cómo definirlo?.
No, no me atrevo. Tal vez sea una forma de resistencia, la rebeldía ante la sombra de la puta dama enlutada, una búsqueda en las huellas, un atisbo de mañana, un inocente, baldío y esforzado ejercicio artístico. Absurda fe en lo que uno hace.
Quizás en este limitado espacio de tiempo –ahora-, adornado con el color de nuestros días, esta invitación a mirar a los otros, espejo, New York, selva, mentira, lo cierto, sea una sutil manera de ver la desnuda necesidad de ecos, ojos, orejas, de sentirnos queridos y querer, de comprobar, en fin, que estamos vivos.
Algo así.
...el aire de un hotel de tercera, ropa tendida en el patio, encuentro apresurado después del vermouth, por la autopista cercana atronaban camiones, la vecindad no era alegre, el deseo como un perro arriba y abajo de nuestros cuerpos tendidos, nos deseábamos tanto que las venas del cuello se hinchaban de brutal nostalgia cuando estábamos separados.
Era cuando me recordaba a Anne Bancroft.
Después se hizo la noche y no volvió a amanecer. Entonces fue cuando supe que todo había sido un exceso, un error en la geografía desmesurada de la nostalgia. Palabras sin sentido, sin miel, basurero de palabras, la tristeza vestida de negro con un clavel en el borde de la mantilla, la certidumbre de la muerte sentada frente a mí, mirándome, como aquella noche del hospital, límite de los días, impaciencia de la nada.
Lejos, todo está lejos, solo está cerca el mortal aburrimiento de no verla, la imagen de sus bragas negras sobre la piel blanca de diciembre y un mensaje en el contestador que no debo borrar para espanto de los sábados que se llenan de sentimiento no controlado, cuando lloro mansamente sobre el mantel de ahora...
…ya no, ya no invoco el pasado, es inútil, es absurdo, ella está pero no es ella, es otra, no sé quién es esta mujer, una copia, alguien parecido a quién era pero de otro color, por dentro, cáscara que no encierra a la que fue.
Las sábanas arrugadas que me empeñaba en doblar, el resplandor de su rostro en Tarragona, aquella habitación con las contraventanas de par en par, el brillo de la luna nueva nadando sobre nuestros cuerpos temblorosos entre caricias y susurros. Ella sudaba como una niña asustada, encunada entre mis brazos que no podían dormir y el péndulo del destino oscilaba entre su sí y mi no.
Hermosura de la tristeza, belleza en la suma de momentos compartidos, ella apoyada en la pared, mi lengua surcándola en íntima ascensión, las yemas de los dedos jamás se serenaban allí donde se rompían los manantiales aunque ella no se permitía el goce más allá de lo mecánico, dique de profundidades, comentarios quincenales en París, qué digo, qué sé ahora…
En la hora justa posterior a la renuncia, entre un revuelo de lirios y jilgueros, pensé en la estructura de ADN del recuerdo de aquella que tanto se parecía a Anne Bancroft. En las uñas del alma aún tenía clavadas las astillas de los besos en la curva de las caderas de la que era su doble. No ahora, quizás, sí en un tiempo pasado del que confundo los números y las realidades.
Me decidí al fin, armado con los aperos del lenguaje de los mudos, en plasmar los recuerdos en gestos y muecas, en violento silencio, la frente contraída, la mirada errada, la lengua acariciando los dientes en la boca seca, labios fruncidos.
Miré y no estaba.
Aquí, antes, me comentaban los comentarios, la portada, el tamaño de las letras, el brillo de la plata, la música de otros, los ángeles que pasan sin quedarse. Ahora no pero sigo aquí, eo, ¿me ves? ese que hace señales desde el escenario, soy yo ¿se me escucha en las últimas filas? A esta película se le ha borrado la banda sonora, los pianos se han quedado mudos y solo queda hacer muecas, gestos, arrugar la nariz, subirme a un tren de madrugada y adivinar los puntos cardinales mirando las estrellas. Angustia de no ser y de haber sido, angustia de ya no y de tanto tiempo, angustia de enfrentarme cada día al qué dirán, dejando lo que soy en un cuenco bajo esa lluvia que dije, con una vela que apaga el viento, este de hoy que se lleva los balcones, las señoras asomadas a sus vidas, las chimeneas con el humo de mil fuegos, las tejas que defienden el pudor de tantos techos vacíos. Y así.
Extraño lugar sin sitio en los mapas, sin marcas amarillas en el suelo, sin señales que orienten y me he perdido, tanto hablar y no sé decir ahora: por favor ¿puede indicarme la salida?
Cuando ella habla, su voz placentera se posa en las grietas de todo aquello que he sido, que no seré, que me duele entre un olor de cuerpos sobre sábanas suspendidas en habitaciones oscuras, de latidos de corazones de golondrinas, de briznas de nombres que en sus bolsillos traen otros nombres y estos a su vez traen otros nombres hasta que así, entre todos, me arrinconan al extremo de esta pasarela sobre un vacío ebrio, allá en la intimidad que preserva un dorado sello del silencio.
Poesía detrás de una cortina de terciopelo verde con ribetes, con un mínimo agujero en una esquina desde donde mirar quién viene, quién vuelve, quién se ha ido para siempre.
De ahí llegaba el resplandor.
Llego a zancadas, salpicando en el barro, un mirlo posado en la rama del recuerdo, campanadas a las horas menos diez.
Eludo la lluvia de Ícaros que se estrellan alrededor, estruendo de cabezas que se rompen sobre el asfalto.
Renuncio, lucho, lo intento de nuevo, no sé definirlo, no me sirven las palabras que llevo en el equipaje.
No quiero invalidar el frescor de un sentimiento que no puedo abarcar, que me desborda, que es superior a mi cauce.
Ahora.
Detrás de los arbustos un resplandor, ascuas como flores, fuego en pétalos abriéndose al atardecer de enero.
Sensaciones que se clavan en las piernas, en los brazos, absorbo líneas de cobre desde el contador en el portal hasta varias calles más allá.
La lengua se humedece en la cacofonía de sus surcos.
Ahora ella, la nostalgia, se sienta en mis rodillas y me mira detrás de los párpados.
Lee y lo anota en sus tablillas de boj.
Me intimidan sus labios jóvenes y la mariposa entre sus muslos.
Que nadie entienda, que nadie sepa que tengo miedo a escribir desnudo.
No hay paraguas que contenga esta lluvia de Ícaros.
La capacidad de olvidar es un don previo al estudio del menguado ahora, un animal pequeño que en vano intento atrapar con escamosos dedos, libre para correr a sus escondrijos, a la cristalina verdad, a la esmeralda que brilla entre las inquietas arrugas de las horas, tanteo en lo oscuro con tacto de plumas de gorriones y alondras, de madrugadores cormoranes y aquí va quedando una huella, el poso de lo que fue. Como un monje loco maldigo el ayer y lo bendigo y paseo entre semáforos de madrugada, vino malo, semanas cortas y esto está cerrado por inventario hasta mañana, un búho se ha posado en mi hombro y los zorros se esconden el bosque de las palabras, ahí estarán, entro a buscarlas.
Intento aprender cada día, sobre todo de los que menos saben. Me cuesta, me he refugiado en el otro lado de la cortina. A veces pienso que sí y otras que necesito un psiquiatra mudo, que me escuche y solo mueva la cabeza, o una geisha, alguien asertivo y paciente que no me diga eso está bien, eso está mal, que solo diga de vez en cuando ajá y ponga cara de interesarse aunque le importe un bledo las barbaridades que se me van ocurriendo mientras la fiesta se acaba y en el cerebro se superponen hojas y hojas emborronadas con lo ya visto, aún sin asimilar, optimistas reflexiones que bailan en la resaca de un mar pesimista. Aprendo poco.
J es mi amiga desde los tiempos de los romanos o los griegos, por ahí, era todo así, imperial. Tanto que leía (ella) los epigramas de Marcial (hay que leer a Marcial, siglo I igual a siglo XXI) que dice cosas así:
Las cosas que hacen feliz,
amigo Marcial, la vida,
son: el caudal heredado,
no adquirido con fatiga;
tierra al cultivo no ingrata;
hogar con lumbre continua;
ningún pleito, poca corte;
la mente siempre tranquila;
sobradas fuerzas, salud;
prudencia, pero sencilla;
igualdad en los amigos;
mesa sin arte, exquisita;
noche libre de tristezas;
sin exceso en la bebida;
mujer casta, alegre, y sueño
que acorte la noche fría;
contentarse con su suerte,
sin aspirar a la dicha;
finalmente, no temer
ni anhelar el postrer día.
J va y viene como esas mariposas que vuelan de California a no sé dónde, son amarillas, las mariposas, ella es de todos los colores y lee a Quignard (uno de mis preferidos, pero Cortázar), escribe en el borde de cuadernos en noches Dylan (Thomas) y Whitman (Walt) cuando aún no había metro nocturno, trenes sí, tanto hay ahora que no había y viceversa.
Pues eso, que quiero/quise justificar ante J mi modesto garabato del otro día, una experiencia personal (claro, pero por si acaso lo aclaro). Un día destinado al trabajo que se convirtió en placer inesperado y allí el tránsito, el descubrimiento del goce extremo al otro lado del sentimiento, suplantándolo, arrasando la ternura, el instinto, lo anterior, algo animal, lo que somos (algunos más que otros, incluso cuando hablan) y yo qué sé.