Carta a la amante distraída.
Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento, el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. (Borges)
Amor, te escribo en la alborada, no puedo dormir y Saturno devorando a su hijo se aparece en mi duermevela. De esta noche me vuelve un mal sueño sobre un camino imposible con tres largas sombras proyectándose ante nosotros, un sol naciente y cuatro escaleras a ninguna parte, ya ves, pesadillas. Te agradecería que no las interpretes, no ahora mientras escucho un “Servicio de la Festividad de los Locos de acuerdo con el uso de la Iglesia de Sens”, una salmodia mística. No recuerdo si lo escucho o leo una reseña de esa grabación pero me gusta el título. No solo eso, también me gusta añorar el aroma de mimosas que me trae a mi abuela que murió cuando yo tenía cinco años y que fue mi primer dolor o, por esas mismas fechas, bañarme en el resplandor recién descubierto del Parque nevado.
Creía que mis cartas a mi anterior esposa, ya sabes, eran lo más bello, lo más sentido que había escrito, lo que me salía de lo más profundo. No sabía que no, que no era yo, que era otro qué por dentro me buscaba lo imposible: volver a vivir lo no vivido. Y esa búsqueda era como un sonido gorgoteando desde una garganta de otro mundo, escondida en la ilusa y brillante superficie en la que me reflejaba. Entonces no sabía que no le hablaba a ella, que lo hacía al sueño roto de un niño perdido en el ayer y qué, sin embargo, tenía los bolsillos llenos de piedras redondas para señalar el camino de regreso.
Pero algo he aprendido desde entonces, no mucho, pero sé apreciar que ahora te escribo desde mí hondura, perdido otra vez, ahora en ti, pero mirándote a los ojos, frente a frente. Ahora sé que las cartas que te envío son las más hermosas de las que soy capaz, las más íntimas, las más sensibles. Puedo percibir mis palabras saliendo fértiles, inagotables, reales, ricas, intencionadas. Y sé que te hablo de forma tan natural, tan cierta, tan veraz, que la belleza va implícita en su propia sinceridad. Sé que la hermosura está dentro, diga lo que diga, porque tú estás aquí, ahora, incontaminada, mujer de Klimt, desconocida, oh, tan desconocida y sin embargo deseada y temida, ansiada, cerca, lejos, tanto, tanto, con un cuchillo misterioso en las manos cruzadas, escondidas detrás, en la espalda y me arranco la camisa y dejo mi cuello desnudo a su filo de tristeza, mujer fluvial, a la que veo entre luces de luna caprichosa, ora menguante, ora llena, cuando no hay nubes, cuando no me aplasta un dolor de piedras, no quiero este dolor, no quiero volver, prefiero, sí, sí, estar ladrando aquí, en este bosque que no conozco, en este camino por donde transitamos alborozados, absortos, topos ebrios perdidos en un túnel.
Aunque, no temas, no estoy en el límite, puedo quererte aún más y más, bucear en tus aguas, treparte, dar fuego a tus puentes, saltar dos o tres pasos más allá y llevarte de la mano hasta el borde. Incluso puedo saltar al abismo abrazado a ti.
Maestra, quiero decirte que has abierto la puerta del espejo y ya no hay regreso. Puedes distraerte, llenar tu ropa de cascabeles o irte a París, es igual, estamos enredados y las tijeras no pueden cortar los nudos, somos cómplices y las calles están llenas de sombras furtivas y desconocidas tras nuestra miopía. Dame tu brazo para que no caigamos en los callejones, en las oscuras calles que bordean la avenida.
Corre, el arco iris sigue en el cielo.
¿Llegaremos alguna vez más allá del mar?