Los Cien Mil Hijos
de San Luis
Antecedentes
En 1814, luego de su liberación
por parte de Napoleón Bonaparte, Fernando VII restauró en España el sistema
absolutista, persiguiendo a los liberales, que pretendían que siguiera vigente
la Constitución de 1812, que basaba la soberanía en la Nación y dividía los
poderes del estado, reconociendo al pueblo, verdadero asiento del poder, la
vigencia de sus derechos naturales. Esta situación cambió el 10 de abril de
1820, cuando Fernando VII luego de una serie de sublevaciones, que comenzaron
con el pronunciamiento de Riego, debió jurar la Constitución de 1812.
Durante los tres años que
siguieron, se suprimieron los señoríos, los mayorazgos y la Inquisición, aunque
el rey solo esperaba la oportunidad de volver a imponer a su poder absoluto,
conspirando secretamente, mientras tanto.
Los Cien Mil Hijos de San Luis
Es la denominación que recibió el
ejército francés, liderado por el duque de Angulema, descendiente de quien
sería Carlos X de Francia, como
parte de la misión de la Santa Alianza
de restaurar las monarquías absolutas en Europa, ante el pedido del zar de
Rusia, que sintió que lo sucedido en España era una agresión contra sus
ideologías. En el congreso de Verona, reunido en octubre de 1822, los miembros
de la Santa Alianza aprobaron la invasión francesa a España.
El nombre del ejército respondía
a que este grupo armado de alrededor de cien mil personas, irrumpiría en
territorio español, invocando la protección de San Luis, con el fin de
restaurar el Antiguo Régimen, según lo expresara, Luis XVIII, primo de Fernando VII, en su discurso
pronunciado el 28 de enero de 1823, al abrirse las Cámaras.
España era importante para
Francia por sus vínculos, no sólo políticos, sino también comerciales, y por la
necesidad de recuperar los territorios coloniales, que habían logrado, o
estaban en vías concretas de emanciparse. El aprovisionamiento de las tropas
estuvo a cargo del comerciante Gabriel Ouvrard, que reunió estos soldados (60 %
franceses y 40 % españoles) organizados en cuatro cuerpos y uno de reserva. El
7 de abril de 1823, entraron en España, como ya dijimos, con el fin de imponer
la Monarquía Absoluta, desplazada por el liberalismo, quienes habían tomado el
poder desde 1820, gobernando durante el período conocido como “Trienio
liberal”.
Las fuerzas liberales se
conformaban por las fuerzas del centro, lideradas por el general La Bisbal, que
pronto fue vencido, las de Castilla y Asturias, al mando de Morillo, que ni
siquiera presentó pelea, y por un ejército de Operación, a cuyo frente estaba
el general Ballesteros, que se rindió en Campillo de Arenas el 4 de agosto. El
sector del ejército liberal comandado Francisco Espoz y Mina, con alrededor de
20.000 hombres fue el más eficaz. Intentaron repeler a los franceses en
Cataluña, pero no contaron con apoyo popular, y los franceses, sin grandes
dificultades, tomaron Madrid.
Los liberales, el gobierno y las
Cortes, tomaron como rehén a Fernando VII, quien se negaba a acompañarlos
alegando razones de salud, y huyeron primero a Sevilla y luego a Cádiz, ciudad
que sufrió el asedio de los absolutistas, terminando en un trato que consistió
en la entrega de la ciudad y la liberación del monarca a cambio de que éste
perdonara y olvidara lo sucedido, y respetara las normas liberales vigentes
hasta entonces.
Fernando VII una vez libre no respetó su promesa y
abolió todas las leyes que se había comprometido a respetar. Cerraron
periódicos y universidades, y el 7 de noviembre de 1823 la Plaza de la Cebada
de Madrid, fue escenario de la ejecución de Riego, líder revolucionario. Como
consecuencia, el sistema absolutista volvió a imponerse en España hasta la
muerte de Fernando VII en 1833, en lo que se conoció como “Década Ominosa”.
En el tiempo en el que aún no
había teléfonos móviles, Oigee i se sentía atraído por la chica rubia.
Ella vivía al otro lado de la
ciudad, lejos. Una tarde fue a visitarla. Pasearon por un parque, había palomas
en el aire, hacía frío. Hablaron de ayer, apenas de ahora, nada de mañana.
Pasearon junto a un estanque, había patos, comenzó a llover, suave, sirimiri.
Él dijo, mira qué cielo, viene tormenta. Ella dijo, adiós.
Pero el coche no arrancaba, empezó a llover más fuerte y ella dijo, ven a
casa, tomaremos café.
Lo tomaron y conversaron sobre
ahora y sobre luego. Una charla hermosa con cascabeles y gatos de angora
deslizándose por la voz melodiosa de la chica rubia. Él le preguntó porqué
hablaba tan bajo. Ella respondió que en las paredes había orejas de habitantes
de otro tiempo. Él no lo tomó en serio y quiso besarle en el cuello. Ella se
sentó en un extremo del sofá y levantó un muro de no, no y no.
El agua golpeaba y golpeaba en
los cristales del salón y la casa de Oigee i estaba más lejos de su recuerdo a
cada minuto. La chica rubia se volvía más y más atractiva a cada segundo y en
el aire estallaban burbujas de deseo y el silencio se interrumpía por el vuelo
de golondrinas lujuriosas. No había aparatos de medición para saber quién de
los dos estaba más alterado, más atraído por el otro, la situación y el tiempo.
El escarbó con una uña en el
muro del no y un ladrillo cedió. Voy a darte un beso, aviso. Ella bajó
los ojos y se humedeció los labios. Se besaron como en una película de Ava
Gardner y Clark Gable. El primer beso fue breve. El número quince duró el
tiempo suficiente para que ella cortara todas las orejas del pasillo y le
invitara a su cama.
Oigee i se sentía atraído por
la chica rubia e hicieron el amor hasta dolerles el alma, tan dichosos y nuevos
que aquel cuarto fue un paraíso y lloraron de felicidad y fuera aún llovía y
cuando brillando en la oscuridad fue a buscar su coche no arrancó, claro, y
ahora en el asiento de al lado del conductor del camión grúa sonríe tontamente
y busca una excusa creíble para justificar su vuelta a casa tan de madrugada.