Andrés vive en una casa grande en el centro de Bilbao, cerca de los jardines de Albia.
Rodeado de todos sus familiares conserva intacto el ayer y el mañana mientras el día a día transcurre sin sobresaltos.
Cada habitación guarda historias, secretos, momentos de alegría, tristezas, tragedias y goces, risas, abuelos y nietos se cruzan en el pasillo, las tías solteras pasean a sus sobrinos, los padres protegen a los hijos, todos se cuidan, enseñan, aprenden, la vida.
Andrés es un poeta y saca de esa plácida existencia motivos, inspiración para su trabajo.
Un día, acodado en el balcón viendo ondear las dos banderas, Andrés notó a su lado la presencia de un anciano con boina negra y gabardina larga que le miraba con atención. No reconoció a aquel señor. Un estrépito de bocinas en el bulevar le distrajo y cuando volvió a mirar ya no estaba. Se extrañó.
Al día siguiente, en el pequeño cuarto al fondo del pasillo, volvió a ver al anciano. Estaba sentado en un sillón verde al lado de una mesilla, fumaba, cuando dejaba el cigarrillo en un curioso cenicero con forma de casa, el humo salía por la pequeña chimenea. ¿Quién era?
En la cena se lo preguntó directamente a su tía Marina.
─¿Sabes quién es ese señor bajito con boina que fuma sin cesar?
─Es el primo Eusebio ─dijo, discreta, y se escabulló en la despensa.
Andrés no tenía idea de que ese señor perteneciese a su familia, ¿qué hacía en su casa? y además ¿desde cuándo estaba?
Un poco más tarde, mientras se peinaba el bigote compartió espejo con su tía Eli que se rizaba las pestañas.
─Tía, ¿quién es Eusebio? ─preguntó.
─Es una larga historia, te la contaré ─contestó la tía Eli.
Sentados en el mullido sofá del salón Andrés escuchó de labios de su adorada tía una parte de la historia de la familia que desconocía.
Al parecer Eusebio era el amante de Concepción, su tía abuela ya fallecida. En una familia tradicional como la suya era impensable tener un amante por lo que cuando murió Concepción adoptaron a ese señor como un primo lejano y ahí estaba, fuma que te fuma, día y noche, al parecer no dormía.
Ese descubrimiento produjo en Andrés una gran conmoción. No entendía como la tía Concepción podía haber tenido un amante, eso iba contra todos los principios que le habían inculcado desde niño. Se sintió engañado, frustrado. Si en su propia familia, en el templo de su existencia, se había ocultado un hecho así ¿qué más secretos habría? Se propuso descubrirlos.
Preguntando al primo Liborio supo que el tío Andrés, el hermano de su padre, que era director de una sucursal de una caja de ahorros en Belchite no había muerto en un accidente de tráfico en Albacete, no, se fugó con su secretaria y los ahorros de medio pueblo. El luto de la tía Josefa fue más por la secretaria que por verdadero duelo, pero a él le engañó totalmente, aunque no tanto como lo de José Luis.
Siempre le pareció que José Luis era un chaval un poco extraño, sobre todo cuando se pintaba los ojos con las pinturas de su cuñada y caminaba por el pasillo con zapatos de tacón. No hablaba con él y así pospuso el misterio. Cuando se marchó a trabajar a un bar de las Ramblas, de bailarina, le pareció lo más normal. Además solo era primo segundo.
Lo que colmó su paciencia fue enterarse de labios de su abuela Justa que el abuelo Roque era ateo. Ahí se rompieron todos sus principios y decidió cambiar su comportamiento. Lo primero que borró fueron tres tías, cuatro primos y al abuelo Roque. La casa tuvo menos risas. Siguió con doña Eulalia que era prima segunda de una prima pero estaba ahí desde la guerra. Encorajinado, sin piedad borró al resto de abuelos, sus padres, su mujer, sus hijos, se quedó solo.
La casa, tan grande, era la soledad.
Y así siguió, con todas las habitaciones cerradas, soportando el implacable paso del tiempo…
Aquí se me ha parado el cuento, no sé cómo terminarlo dignamente. Quería contar la alucinación de un anciano que vive solo en un piso grande, rodeado de la ilusión de los recuerdos. En su cabeza se juntan el ayer de la infancia, con todo tipo de recuerdos familiares que alimenta, inventa y recrea para paliar su soledad. En realidad ha perdido la noción de lo real. Doy vueltas y vueltas y excepto que se muera no encuentro una salida literaria original, impactante. Quizás la vejez, la soledad no es impactante. Podría introducir un personaje femenino, un viejo amor, o un hijo que aparece por la casa y lo confunde con él mismo, pero no lo veo, no resulta verosímil. Yo qué sé. Si alguien me sugiero cómo terminarlo se lo agradecería. De momento queda así. En cualquier caso, con sinceridad pienso ¿qué más da?