No
sé si sabré contarlo.
El
sol entraba por la ventana aquel día que nos acostamos, el primero, y entonces
pensé en las veces que había imaginado este momento, tu casa rodeada de
rododendros y las sábanas blancas aireándose con la brisa que venía del mar,
pájaros rojos y niños en bicicleta que saludaban con la mano al
pasar.
Mi
traje azul que habías colgado con cuidado de una percha me producía una curiosa
sensación, un extraño en tu cama, con libros de autoayuda en la mesilla y
fotografías de toda una vida por las paredes, tus hijos pequeños,
tus padres, ni rastro de Mark.
Antes
habíamos tomado café con ese pastel de limón que te sale delicioso, nos
hablábamos de esto y aquello, nos atropellábamos, nos quitábamos la palabra
fingiendo tranquilidad. Entonces te besé, me levanté y te besé, un beso largo,
dulce pero enérgico, tan largo que los dos nos quedamos sin aliento y aun así,
en aquel momento, pude darme cuenta que el salón estaba lleno de flores.
También me di cuenta que aquel primer beso necesitaba otro, y otro, cerraste
los ojos y suspiraste y ahí estábamos, abrazados, de pie, un poco torpes, sin
saber muy bien si debíamos seguir.
Fuera
de la casa seguro que volaban las gaviotas, los niños jugaban al escondite y al
salto de cabra, alguna señora volvía del mercado con grandes bolsas y no había
sitio para aparcar porque era un buen día y la playa estaría llena de
veraneantes. Nada de esto nos importaba cuando te sugerí sentarnos en el sofá
negro y nos acariciamos, bueno, te acaricié, ya que tú no sabías si el límite
estaba en el borde de tu falda o en el cuello y mis manos te disuadían de poner
fronteras hasta que te sorprendí dos centímetros debajo de tu ombligo.
Fue
un largo suspiro, bajaste los ojos y los centinelas del pudor desaparecieron,
se hizo el silencio fuera, la casa quedó incomunicada y dijiste eso que después
se hizo costumbre, ¿vamos arriba? Subimos de la mano, besándonos, no
lo podía creer, te quitaste la ropa muy despacio, mirándome y desnuda doblaste
mis pantalones en una percha, acomodaste la chaqueta y escondiste los
calcetines dentro de los zapatos antes de juntar nuestros cuerpos y que el
mundo conocido desapareciera.
Ahora
me miras sonriendo, una flor en el pelo, el olor de la higuera entrando por la
ventana, también las altas voces del mercado semanal bajo el hotel, no sé dónde
estamos, en qué lugar del Sur, sin ojos que nos vigilen, ocultos, espías, las
casas blancas, con barrotes de hierro y música saliendo por las chimeneas. No
fue así- me dices- te abracé y tú no sabías si debías besarme o salir
corriendo. Cuando sentiste mi pecho velludo en tus senos temblaste, parecía que se
había desbocado tu corazón.
Por
la calle pasa un hombre montado en un burro, las casas están adornadas con
tiestos de geranios y jazmines, también hay cactus y una mujer barre el polvo
de la entrada, hace calor.
Anda,
ven –dice- lo has contado muy mal, inténtalo de nuevo.