Yves Brayer (French, 1907‑1990), Le Bal de la Liberation, 1945.
No sé si sabré contarlo.
El sol entraba por la ventana aquel día que nos acostamos, el primero, entonces pensé en las veces que había imaginado este momento, tu casa rodeada de rododendros y las sábanas blancas aireándose con la brisa que venía del mar, pájaros rojos y niños en bicicleta que saludaban con la mano al pasar.
Mi chaqueta azul que habías colgado con cuidado de una percha me producía una curiosa sensación, un extraño en tu cama, con libros de autoayuda en la mesilla y fotografías de toda una vida por las paredes, tus hijos pequeños, tus padres, ni rastro de Mark.
Antes habíamos tomado café con ese pastel de limón que te sale delicioso, nos hablábamos de esto y aquello, nos atropellábamos, nos quitábamos la palabra fingiendo tranquilidad. Entonces te besé, me levanté y te besé, un beso largo, dulce pero enérgico, tan largo que los dos nos quedamos sin aliento y aun así, en aquel momento, pude darme cuenta que el salón estaba lleno de flores. También me di cuenta que aquel primer beso necesitaba otro, y otro, cerraste los ojos y suspiraste y ahí estábamos, abrazados, de pie, un poco torpes, sin saber muy bien si debíamos seguir.
Fuera de la casa seguro que volaban las gaviotas, los niños jugaban al escondite y al salto de cabra, alguna señora volvía del mercado con grandes bolsas y no había sitio para aparcar porque era un buen día y la playa estaría llena de veraneantes. Nada de esto nos importaba cuando te sugerí sentarnos en el sofá negro y nos acariciamos, bueno, te acaricié, ya que tú no sabías si el límite estaba en el borde de tu falda o en el cuello y mis manos te disuadían de poner fronteras hasta que te sorprendí justo debajo de tu ombligo.
Fue un largo suspiro, bajaste los ojos y los centinelas del pudor desaparecieron, se hizo el silencio fuera, la casa quedó incomunicada y dijiste eso que después se hizo costumbre, ¿vamos arriba? Subimos de la mano, besándonos, no lo podía creer, te quitaste la ropa muy despacio, mirándome y desnuda doblaste mis pantalones en una percha, acomodaste la chaqueta y escondiste los calcetines dentro de los zapatos antes de juntar nuestros cuerpos y que el mundo conocido desapareciera.
Ahora me miras sonriendo, una flor en el pelo, el olor de la higuera entrando por la ventana, también las altas voces del mercado semanal bajo el hotel, no sé dónde estamos, en qué lugar del Sur, sin ojos que nos vigilen, ocultos, espías, las casas blancas, con barrotes de hierro y música saliendo por las chimeneas. No fue así- me dices- te abracé y tú no sabías si debías besarme o salir corriendo. Cuando sentiste mi pecho velludo en tus senos temblaste, parecía que se había desbocado tu corazón.
Por la calle pasa un hombre montado en un burro, las casas están adornadas con tiestos de geranios y jazmines, también hay cactus y una mujer barre el polvo de la entrada, hace calor.
Anda, ven –dice- lo has contado muy mal, inténtalo de nuevo.