Hace calor en Buenos Aires, pero no demasiado. Esta mañana he salido a pasear por la Avenida del Libertador. He recorrido la verja de la Escuela de Mecánica de la Armada, con sus impolutos edificios blancos -¿qué maldad se escondió dentro?-. Después he ido a la Recoleta, he tomado cerveza en La Biela, en el Café de la Paix, he leído Clarín bajo un gomero y he almorzado en Lola.
¿Donde estará? La he buscado sin cesar. Con la fotografía de aquella noche de fiesta he preguntado a los transeúntes. Nadie la conoce, nadie la ha visto. ¿Existe? Plantado en la calle Posadas, justo en la esquina Schaiffino, con los brazos en cruz, en una mano la foto, en la otra su nombre, he comenzado a recitar a Juan Gelman:
Esa mujer pide limosna en un crepúsculo de ollas
que lava con furor
con sangre
con olvido.
La gente me ignora, se apresura, no me ve -¿no me ve?-.Algunos dejan una moneda a mis pies. Quizás mi aspecto les intimida. Quizás mi calva me confiere un aspecto de fiereza que no disipan mis palabras, mis preguntas. Un hombre, elegante, serio, de edad incierta, me mira, mira la foto, me toma con suavidad del brazo y me retira de esa esquina. Comienza a llover y el hombre me sugiere el Florida Garden. Allí tomamos una copa, se presenta, me pregunta, le cuento, me cuenta, hablamos, tomamos otra copa, no la conoce, no conoce a nadie, yo no conozco a nadie, Buenos Aires es una ciudad inmensa y la vida ha comenzado a fluir por otras calles, por otras gentes, por otro mundo. Después de beber puedo continuar con Gelman:
La esperanza fracasa muchas veces
el dolor jamás.
Ese hombre me mira desde sus años de no saber y llora, sin aspavientos, lágrimas limpias corriendo por su rostro que ignora. Me invita a cambiar de sitio, me sugiere buscarla en otros escenarios. Salimos, mareados. Un taxi nos lleva por calles interminables, desconocidas, muchas, una eternidad de avenidas, esquinas, barrios. El coche se detiene en el fin del mundo, un extrarradio, en la divisoria entre Pompeya y Parque Patricios, cerca de la cancha del Huracán. Entramos en el bar del Chino, lleno de humo, las paredes con fotos y carteles amarillos, muchos de Gardel, claro. El Chino regenta el local, atiende las mesas y a veces canta tangos en un extremo de la barra. Bebemos, más, rodeados de extraños compañeros de este viaje entre las botellas con polvo. Al fondo una mujer mayor canta milongas mágicas, antiguas. Nos abrazamos, sin recato, sentimentales perdidos.
El hombre desaparece, no sé quién era, no sé quién soy, hace tiempo que me he perdido, el alcohol me ha borrado la búsqueda, sólo me queda este lento discurrir del tiempo, este preguntarme que hago aquí, esta incertidumbre de cómo volveré, de adónde volveré, de quien soy, de quien es ella, de por qué la busco, de por qué esta cama se ha vuelto tan ancha de repente, se mueve tanto y el sol entra por la ventana con esta rabia de mediados de diciembre.
Artículo 26.
• 1. Toda persona tiene derecho a la educación. La educación debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la instrucción elemental y fundamental. La instrucción elemental será obligatoria. La instrucción técnica y profesional habrá de ser generalizada; el acceso a los estudios superiores será igual para todos, en función de los méritos respectivos.
• 2. La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos, y promoverá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz.
• 3. Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos.