En su momento fue para Irma a la que no sé si conocí o era
otra.
En México D. F. había una librería magnífica, la librería de Cristal, estaba en
la Alameda. Sus paredes, incluido el techo, eran de vidrio. Vidrio y vigas de
hierro. Allí compraba, o robaba, mis libros de entonces: la saga de Angélica,
Emilio Salgari, Julio Verne, tantos. Luego salía a leerlos a la recargada
avenida del Niño Perdido (1), una avenida que los mapas de hoy esconden, como
si sólo hubiese existido en un recuerdo imaginario, construido.
Allí
empecé a urdir los argumentos de las novelas que luego no escribía.
Como aquel de un hombre que se convierte en mujer por un mal de ojo, tiene que
dejar su pueblo lleno de barro, de sangre, vacío de comida, escapar a la explotación
masculina que le hará trabajar la tierra.
Aquel
del último naufragio en la playa Kasune.
Los
de amores gloriosos, los del refugio victorioso, los plácidos amores bajo la
parra.
Tantos
otros que dejo aquí.
Hasta
que hoy doy fuego a la madera que acumulé en la mitad del puente.
Lanzo a las llamas muebles viejos, papeles arrugados con poemas gastados,
libros prohibidos, un corazón que tenía de repuesto, palabras usadas,
interjecciones, sueños rotos.
Todo
arde y gira, saltan las chispas. En un momento cambia el viento y el fuego
prende en la estructura del puente. Corro a apagarlo y quedo preso en el
incendio.
Allí
se consume lo viejo, el puente, lo que arrojamos, y yo. Final.
En México D. F. había una librería magnífica, la librería de Cristal, estaba en
la Alameda.
1 Una de las avenidas más importantes de
la ciudad era la que durante siglos llevó en distintos trechos, los nombres de
Santa María la Redonda, San Juan de Letrán y Niño Perdido y hoy conocemos como
Eje Central Lázaro Cárdenas.