Me siento en el café Iruña, junto a la ventana.
Mientras
tomo a sorbos una achicoria demasiado caliente, anoto todo aquello que pasa, lo
que no parece tener importancia. Personas anónimas, coches, autobuses rojos, un
juez seguido de dos hombres altos con guardapolvos y gafas negras. Suenan las
campanas de la cercana iglesia de san Vicente. Este año aún no han venido los
estorninos. Pasa un vecino del número 15, Isabel, niños, un hombre con un ramo
de gladiolos, viento, bellas mujeres con melenas de colores que perfilan
estelas perfumadas.
Corren
los minutos con sus diminutas patas detrás de esta cortina manchada de azafrán.
Con
incredulidad miro a una guapa joven que sonríe y me señala con el dedo índice.
Me atuso los cabellos, me arreglo el nudo de la corbata, ¿es a mí? La joven se
acerca con sus piernas largas. Intento levantarme con presteza pero noto un
chasquido en los riñones. Ella dice: “Papá, es hora de volver a casa”. Saludo
con el sombrero a los camareros con guardapolvos grises, dejo una generosa
propina sobre el mármol y nos vamos. La bella muchacha, mi hija, dice, me
sujeta del brazo derecho mientras caminamos pasito a pasito.
Corren
las horas de patas largas sobre el riesgo del olvido, de la incredulidad
saliendo a chorros por mi cerebro con agujeros, del regreso al refugio
insumiso.
Una
anciana deja mendrugos de pan duro a las palomas. Un vagabundo dormita tumbado
en un banco bajo la palmera. Ante la estatua negra de Sabino Arana pasa la
indiferencia, una señora con una merluza en brazos y perejil en el sombrero, un
dependiente de ultramarinos con una cesta en la cabeza, un gato blanco, una
persona de baja estatura con boina y gabardina infantil.
Corren
los días sobre una pista de atletismo sin atletas, todos duermen bajo las
parras olímpicas.
Caminamos en círculo. “Adiós, don Pedro”, dice el concejal de Buenas
Costumbres, un impostor. Entre mis piernas cruza un conejo con un pañuelo al
cuello, le sigue un cazador con una escopeta plateada. Un globo aerostático se
ha prendido del mástil de la ikurriña de Sabin Etxea. Comienza una lluvia de
segundos y ceniza, nos refugiamos bajo el alfeizar de un establecimiento de
empeños. De mi brazo, una hermosa joven me habla y habla con extraña
familiaridad. No sé quién es. Llevamos horas de marcha, parece que nos hemos
perdido. Las calles están desmayadas, sin nervadura. Las porteras nos tiran
gorriones dormidos. Un rinoceronte/perro nos enseña los dientes. Me quedo solo
en el centro de un laberinto. Grito.
Me
despierto y estoy sentado en café Iruña, junto a la ventana.
Corren los años con largas zancadas acercándose/alejándose de la dama de negro
que sonríe, desdentada, sobre la urgente geografía de una zanja.
Tomo un pacharán tras otro y anoto todo aquello que pasa, lo que no parece
tener importancia. El alcalde sonriendo a diestro y siniestro, el mancebo de la
farmacia de la esquina, una manifestación de un grupo de damnificados por no sé
qué detrás de una pancarta de terciopelo, dos ciclistas, una señora con un
sombrero audaz, Isabel, un político con sus amigos, otro político, de la
oposición, con sus guardaespaldas, una nube de insectos verdes. Suenan las
campanas de la cercana iglesia de san Vicente. Dentro del juzgado se sientan cien
encausados por corrupción y otros cargos. Una guapa joven me señala con el dedo
índice. Me dice: “Papá, es hora de volver a casa”.