Una hoguera, y el centro de la muerte
I
Un rito de febrero llega ahora
hasta el fondo del aire: queman ramos
de eucalipto, camino de la casa.
El aire sabe de ese olor, y sopla
las brasas leves, laten en el cielo
los reflejos del gris en nubes bajas
copiando la ceniza que ya cae,
abatida, completa, se diría
cumplida por los círculos terrestres.
Arden las hojas secas, otro soplo
del viento vuelve a remover las ramas
expectantes. Volvían a la tierra
como ceniza temblorosa, junto
a la trevina, por los matorrales,
bajo el estrago de febrero.
Tierra,
en el enigma de las hojas,
en el enigma de la luz, que es
la misteriosa sombra del ramaje
en nuestro rostro, ¿qué mirada puede
contemplarte un momento sin que vea
arder, sobre los ramos de eucalipto,
al fondo de los ojos, esos mismos ojos,
el cuerpo todo? Ardíamos.
El cielo atormentado,
la hierba como en un postrer destello,
en la masa solar, la luz quemada,
parecían cruzarse, cifrarse por los rostros.
y en torno, el olor de la tierra, indescifrable,
en un viento de astillas, y que soplaba, roto,
otra vez, sin piedad, por la tierra desnuda.
II
Y la zarza, en la aurora, ¿presentía
el incendio del cielo? Nubes rojas,
y el hosco crepitar de ramas vivas,
la combustión del aire que llegaba
hasta el muro, la luz que ennegrecía
el árbol estuoso, y el temblor
de una tierra entregada a la ceniza,
a la llama, estertores de la hoja
que brilló sola en junio y ahora yace
arqueada, en los grises del cielo,
y la cal de la muerte que nos mira
desde aquel muro, ¿habían presentido
la brasa, el borde negro de los fuegos?
Tierra, que una luz abandona,
tu soledad eleva una copa sagrada,
un vaso de humo negro hasta el temblor
de la zarza en la aurora, y de la rama
que cruje en el estrago, en la tormenta.
III
El pájaro, en las cercas del invierno,
por el alambre, por los muros grises,
o por la piedra, o por la rama, arriba,
su grito oscuro, alzado entre la hierba,
en dos silencios, entre brumas.
Dos pausas de silencio y, luego, el grito
oscuro, sí, se alzaba y se entregaba,
se abría paso hasta la tierra,
un canto hasta las hojas silenciosas,
hasta el último ardor, un canto oscuro,
incomprensible, dije, hasta el silencio,
el último silencio que el pájaro iba a oír.
¿Incomprensible? Nada,
entre lo audible y lo inaudible
entre lo oído y el oído
entre el silencio y lo que oímos
un canto oscuro, nada más
escuché por la hierba, un canto oscuro.
IV
Tierra, ¿nos prometiste, alguna vez,
acaso, algo distinto de ti misma?
El fuego prende ahora en la hojarasca,
y se ennegrece el cielo, y por los muros
la lobelia se yergue, casi azul,
almenada en su brote deslumbrado.
El matorral, y la trevina pobre,
se alzan en la luz última, y decimos
que todo nacimiento y toda muerte
latían en el fuego. Fue tu sola
promesa arder junto a la flor,
como nosotros, tierra de inminencia,
sin comprender, camino de la casa,
nada distinto de ti misma, oscura
tierra de enigma, tierra de sacrificio.
La misteriosa sombra del ramaje
en nuestro rostro. Vimos
la sombra y la ceniza,
una forma, tal vez, del destino en la hierba
entregado en la forma de la brasa,
en el borde del fuego, y en los nudos
negros de la ceniza el otro resplandor,
el del brillo en las hojas, nuestra muerte,
el oro de la hoja en otro tiempo,
ahora entregado y ya cumplido,
solo, sobre los círculos terrestres.
De "Fuego blanco" 1992
Andrés Sánchez Robayna