M5
Por
la ventana del autobús miraba las paredes encaladas, los árboles desconocidos
con frutos redondos o racimos, algunas nubes, las iglesias blancas con sus
torres torcidas y cigüeñas, la flor helada del estupor en mi cabeza, las perlas
del atrevimiento que coleccioné entre ceniza y piedras y los pulmones
empequeñecidos al caminar entre el lugar de muertos de Mitla (1).
Nos
detuvimos en un pueblo. Pasó un entierro. El ataúd estaba cubierto por un
echarpe blanco. La comitiva estaba precedida por una banda de música. Al
autobús subió un policía que recorrió el pasillo y en su mirada había un reto que
se posaba como un pájaro en los párpados de cada pasajero. Desde fuera nos
miraban caras oscuras, serias, también niños y mujeres que ofrecían comida y
agua de colores y fruta y botellas de mezcal. Dentro el aire estaba lleno de
relámpagos, como si el aliento de un buey de temor inundase cada rincón.
Partimos
y el calor del mediodía se endulzó con gruesas gotas de tormenta fugaz y seda
verde y en la radio alguien cantaba préndeme fuego si quieres que te olvide y desde ahí todo fue tan rápido, subimos alto,
alto, hasta donde hierve el agua (2), lejos de todo. Allí estaba, admirado por la belleza
de las montañas y el silencio y en la alberca dejé los miedos y supe que debía
continuar y el hollín de lo desconocido y la curiosidad como una pobre niña
encerrada y los normalistas gritando en Oaxaca y una raya negra indicando desde
aquí hasta quién sabe.
Seguí,
claro.
Grande Jose Alfredo Jimenez.
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