Margen.
Estoy en el margen, en el punto ciego de
la pureza y aunque nunca he tenido facilidad para los idiomas ni para las
lenguas muertas, estudio la geometría de la osamenta, sueño bajo las mariposas
azules que abrevan en la mirada limpia, aparto del espanto las sombras de los
enamorados.
No estoy cansado, no, esta presunta poesía
tiene la ventaja que no te mojas, no te manchas, sorteas la baba negra con
laberintos y ciervos sobre el altar de lo inaprensible, utilizas el alfabeto de
los náufragos.
Por ejemplo.
Los de la camisa negra. Por suerte nunca
han llamado a mi puerta. Digo suerte y digo silencio, el mío, tan culpable como
las voces airadas del otro lado. Digo nunca y digo ahora, desmemoria de cuando
la muerte paseaba cada día por nuestras alamedas, por nuestros templos, por la
mirada cómplice de los que giraban la cabeza. Digo puerta y digo candados,
aburrimiento de liturgias cerradas, de códigos incomprensibles, del capricho de
verdugos sin azar.
Luego se cambiaron de camisa, del negro al
verde, luego roja, después blanca, no sabías con quién hablabas, que les veías
desde fuera y no les conocías, que disimulaban tanto que no había tiempo para
asimilar el trueque de máscaras, de casullas, de ideas caprichosas, que
hoy era blanco, mañana estaba transparente y nadie veía lo que venía, tormenta
o sirimiri, llovizna, calabobos que también se dice y bobos o algo peor éramos,
lo somos aún en las filas de una aparente indiferencia, ajenos, con la pintura
lista para mimetizarnos en cuanto se oculta el sol, cuando sale la luna, ay, la
luna.
Alto, alto, alto, respira.
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