En el punto ciego de la pureza.
Dije ayer que estoy en el margen, en el
punto ciego de la pureza, que nunca he tenido facilidad para los idiomas ni
para las lenguas muertas, que estudio la geometría de la osamenta, que sueño
bajo las mariposas azules que abrevan en la mirada limpia, que aparto del
espanto las sombras de los enamorados.
No estoy cansado, no, esta presunta poesía
tiene la ventaja que no te mojas, no te manchas, sorteas la baba negra con
laberintos y ciervos sobre el altar de lo inaprensible, utilizas el alfabeto de
los náufragos.
Porque la vida era un bien escaso, frágil,
el dolor estaba repartido en cuotas descompensadas. Alrededor había llanto,
espinas y pensar no estaba mal visto, decir lo que pensabas, sí. Que, un
suponer, dabas la mano a un hombre gris y al instante saltabas dentro de un
círculo con velas y muérdago. Desde entonces ya nada era lo mismo y caminabas
atento a tu sombra. Un día descubrimos que mirando hacia atrás no avanzábamos y
leer entre líneas ya no estaba de moda, que se podía hablar…
¿Estoy seguro?
Y nos callamos, por si acaso, renunciamos
a lo evidente, enjaulamos la risa y coqueteamos con el disimulo, cubrimos las
sonrisas con el abanico, aprendimos la seña de treinta y uno, la de pares, el
guiño cuando la partida nos era favorable y solo apostábamos por la victoria
-que era la huida-, señalamos el norte desde la proa de un barco varado en la
arena, burdo decorado, carcasa de papel, los músicos con laúdes y chirimías
sobre carromatos de cartón, el camino al exilio de nuestra propia dignidad.
Alto, alto, alto, estoy en el margen, es viernes (santo) etcétera.
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