Steven Onoja
En sus
viajes anteriores, interiores, escribía desde el fondo de mi corazón, sacando
todo el amor, contándole lo que ocurría aquí cuando no estaba. Me refiero
dentro, me refiero fuera.
En este
viaje ruso escribo desde no sé dónde, apenas sé ya a quién, mucho menos
sabiendo el porqué de mi obstinación. Siento en esta reiteración que mis palabras
se aglomeran desde el borde de un sentimiento sin forma, borroso, algo así como
una nube de tormenta, cargada de electricidad. Aunque ya todo es una nube, no
hay cielo, solo esa informe masa negra. Está detrás–me dicen algunos. Mienten-
les digo yo-.
No
tengo ninguna duda del recuerdo constante, de su presencia en mí, ya se haya
convertido en ideal, imposible, quimera, nostalgia, sueño, pesadilla, afán o
manera de llenar mis vacíos. No tengo ninguna duda sobre mi amor, bien sea por
ella, bien por mi necesidad de amar lo imposible.
Tengo
otras dudas. Las dejo ahí, tendidas. Llevan tanto tiempo tendidas que parecen
melocotones con manchas marrones, peces boqueando sobre las tablas del
embarcadero, limones de piel arrugada, un elefante sin trompa del zoo de Jerez.
André Gide definía la melancolía como un fervor caído. Escribo esto bajo el
olivo, con un fuerte sol de mayo que está bronceando mis piernas duras, las que
se esfuerzan por subir a Artxanda cada día, con los músculos excitados,
plenitud, virilitas, zancadas de alguien que no se quiere parar, que no se deja
vencer por el bostezo de amaneceres y despedidas, de rutinarios paseos por los
mismos caminos, por la edad, senectus.
Desde
el mezzo del cammin han apagado la luz.
No sé
si volverá.
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