lunes, 19 de mayo de 2014

M7



Entre ella y yo hay un océano, varias cordilleras y una mirada, su silencio y mi mano que buscaba la suya tanteando en una pradera de prejuicios, costumbres, calendarios y miedo, hay que decirlo, que la lluvia nos llevó por calles con gentes que se guarecían bajo los alfeizares, que las escaleras que bajaban al metro eran como un río de ojos que se clavaban en mi frente culpable antes de ningún pecado, culpable por el solo hecho de estar allí, a su lado, en la despedida, tan corta, tan torpe, mi camisa mojada, mi sentido común en los charcos, mi soledad aún más grande cuando ella desapareció entre paraguas y gritos, domingo partido en mil pedazos y yo allí, conmocionado, invocando a un demonio que me cambiase el alma por un pasaporte rojo en el que se pudieran alterar las fechas, no vino, recé entonces plegarias antiguas y tampoco se produjo el milagro de ser otro, aquel, el de entonces, el de la fotografía volando en Laga y sorteé el espejo roto, los mariachis, las maldiciones, el cuarto vacío del hotel, los gritos en la calle, las detonaciones que confundí con disparos, Coyoacán y enero como la cinta de seda en la meta de un maratón que aún no he corrido. Me ahogo dentro de esta escafandra de soledad. Escribir así ni siquiera es liberación, es confusión, es borrar nombres de los mapas, cambiarlos, torcer las carreteras, los caminos, la fecha en los billetes del autobús, los paraguas goteando en la bañera, mi deseo de abrazarla y dejar que se desangre mi alma en remordimiento y dolor, pero después.




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