domingo, 11 de mayo de 2014

Omo sanza lettere.

Escribir es el poder de añadir un rasgo a la visión desconcertante que el hombre construye incesantemente de sí mismo (Bataille)




(Pero, ah, se escribe solo, como se vive, soledad con los otros, ideas numeradas en cartapacios.)

Salimos en coche, al mediodía, ella tenía los ojos muy pequeños, gesticulaba al hablar pero apenas hablaba.

Viajábamos hacia una ciudad lejana, desconocida, de vino, insectos y conventos, de mujeres vestidas de negro caminando entre calles con casas blancas.

Ella leía, atenta, un libro sobre Schreber.

Yo tenía la sangre detenida.

Paramos junto a un bosque.

La tarde se detuvo ensimismada entre las ramas del recuerdo y el cobarde viento del crepúsculo no se atrevió a agitarlas.

Entre los árboles se escuchaba un llanto de níquel y antimonio, entramos sin saber si una fiera acechaba, si se escondía allí un animal no imaginario de colmillos y garras criminales.

Llegamos hasta el fondo de la umbría, nos acostamos boca arriba, sin rozarnos, contemplamos los mochuelos humillados por el resplandor del sol poniente que se colaba entre las rendijas de las altas copas.

Conversamos, convinimos en que algo tendríamos que inventar, algo para librarnos del tedio, despedazarnos con cuchillos mellados, romper ídolos yacentes, comernos mutuamente a pedazos, desvestirnos, penetrarnos, besarnos hasta el desmayo.

Pero no, solo hablamos.

Y hablamos.

Rabia del amor derrotado por silencio iluminado. No por pensamientos, silencio por la herida del rechazo.

(Hay aquí demasiado signos, alfabetos arrastrados por caballos en llamas, maleza de letras y metáforas, el aroma prendido entre la hierba, nada.)

Nos levantamos y seguimos nuestro viaje, tránsito entre saber y sentir, entre el puente a lo lejos y el río detenido, rostros sin ojos en la bruma, el relámpago escondido en una mano. Si pensaba, en las cunetas crecían las palabras, se marchitaban cuando no sentía, cuando ella no (me) miraba.

(Aquí se me atraviesa el texto. No sé cómo seguir)

Llegamos a la ciudad desconocida, nos perdimos entre callejuelas sucias, en una esquina le regalé mi corazón desnudo, un espacio sin paredes, sin ventanas, pradera de emociones abiertas al viento de la duda. Allí lo dejó, en la esquina de un portal, junto a la basura inorgánica y los papeles viejos.

Se fue.

Desanduve el camino, solo.

Me detuve junto al bosque.

La noche se había dormido entre las ramas y un rocío de olvido venía ya a buscarla.

(Hoy no quiero contar más, quiero cantar, susurrar un único verso ajeno acompañado de palmas y guitarras, continuar hacia una sospecha de paisaje, separar lo cotidiano de la tarea de las palabras.)




Un acontecimiento es un olor que espera
que alguien lo respire,
una herida que aguarda encarnarse,
el agua de un torrente
inundando los pozos,
una mirada que cruza el aire
y encuentra a alguien que le hace señas

y en la seña, en ella, se reconoce.

(Chantal Maillard)


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