lunes, 5 de mayo de 2014

Carta del amante disperso.


Marcha sin fin preciso por la calle

como aún poseído del placer ilegal
del prohibido amor que acaba de ser suyo.

(Cavafis)





Reina de mis mares, con la partición de estas cartas viajeras, con mi mala memoria, con mi avanzada edad, apenas recuerdo lo que me decías en la tuya de ayer. Entre las brumas distingo algo sobre nuestra armonía de cuerpos, nuestra sintonía de espíritus y la melodía amorosa que tarareamos, mirándonos a los ojos, buscándonos por detrás de otras realidades, ¿o son todas la misma?

Repito mi convencimiento de qué, en el reparto de roles, tú eres la cerebral y yo el primario. La evidencia es que tú me has elegido a mí y yo a ti. Esto es puro humor británico y no es necesario que estés de acuerdo, es más, puedes estar en disconformidad con todo aquello que no esté escrito en tus principios fundamentales. Total no nos vamos a cambiar ni un milímetro en nuestras posiciones respectivas. Sobre todo después de movernos kilómetros para encontrarnos en esta celebración de nuestras emociones bailando alrededor de la hoguera que brilla en un claro del bosque del Ahora. 

Hablo mucho pero, a veces, digo poco. No te digo que es lo que más me gusta de nuestra relación. ¿Quieres saberlo? Lo que más me gusta es verte a ti, amor, saliendo de ti misma, siendo la que eres, tu yo íntimo, la que ríe, feliz, la que cambia hasta la voz y se transfigura en esos momentos puntuales en los que el mundo se detiene y no hay nada alrededor más que el instante mágico de dejar salir a la mujer original, al ser humano sin ataduras, ni recuerdos, sin otra cosa que no sea vibrar en esa vuelta al principio de todas las cosas. 

También me gusta descubrirte y hablarte y mirarte y ponerte anzuelos para qué, estirando del sedal, por el otro extremo, logres pescar el pez de colores que nada en el acuario de lo otro. Eres tan tú, que después de pescarlo, con lástima, lo liberas del hierro retorcido y lo devuelves, amorosa, a las aguas caudalosas de otros arroyos de invierno. 

Por último me gusta, como no, abrazar tu cuerpo, besarte los muslos, los brazos, la nuca, tus labios, acariciarte sin cesar, sentir tus pulsos, temblar a tu lado y susurrarte dulzuras al oído, cerrar los ojos y perderme en ti para luego encontrarnos en suspiros y sentirnos abandonados en la playa desierta de nuestra pasión viva y pura y grande, qué nos inunda de belleza.

Esta mañana te tomo de las manos, nos miramos a los ojos y nos felicitamos por esta comunión que dura y nos mantiene colgados, balanceándonos en el extremo de una cuerda suspendida sobre el cielo y el infierno. Hay días en los que las llamas nos chamuscan los dedos de los pies, hay otros días en los que unos rayos sobrenaturales nos desarbolan de luz y así permanecemos, con las manos preservándonos los ojos, la mirada, no vaya a ser qué, desde entonces, el resto de las cosas sean grises, inanimadas, inmóviles en un tiempo nuevo, inútiles porque el tiempo corre, grano a grano, y ese anciano que busca crustáceos entre las rocas de Fisterra me está mirando y debajo de su capucha veo mis ojos, escucho mi risa y las olas acarician mansamente el momento delicado de la arena que lleva ahí desde antes, desde que esa misma arena formaba parte de los juegos infantiles de ese niño qué, curiosamente, también tiene mis ojos y ríe con mi risa y las gaviotas, sobre nosotros, se comen a sí mismas y las nubes cierran el horizonte con una cortina de tormentas y después, la pleamar se lleva todos los enigmas hasta lo profundo, lo submarino, lo que no entendemos, y allí es devorado por inmensas ballenas melancólicas, por desconocidas bestias de lo oscuro y de lo real, y tú, amor, mi vida, mi cruz del sur, mi carro de fuego, me lees risueña y esta carta, bien planchada, se acumula a la de ayer y a las otras y ¿cuándo nos veremos de nuevo? 



















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