Un duro invierno
Una madrugada cualquiera entrará el invierno con nocturnidad y alevosía, nadie se explica cómo son estas cosas. Como un huésped incómodo al que no hemos invitado, se quedará durante tres meses con su carga de lluvia, frío y nieve. Entonces faltará menos para la primavera. Recuerdo el invierno en que conocí a Begoña.
Era dulce, diminuta, una muñeca rubia de voz suave y piel pálida, con movimientos elegantes, como una bailarina de ballet, con unos ojos que se comían el mundo a mordiscos pequeños, sobre todo con una ternura que me conmovió.
No sé cómo pudo fijarse en mí, un engreído bebedor de ginebra con tónica que jugaba a las cartas en un garito de Campuzano, que hablaba alto y cantaba canciones de Larralde, que acababa de salir de un tormentoso idilio y que estaba roto (aunque me hubiera dejado cortar un brazo antes de reconocerlo). Tampoco sé qué hacía allí.
Me miró, le miré, dejé la partida, en la barra del bar hablamos, me desarmó, me conmovió, me sedujo con sus modales de niña buena, me domesticó y supe estar tranquilo, quitarme la máscara, abrirle mi corazón.
Paseamos hasta su casa, la de sus padres, en un lujoso piso del centro de Bilbao. Hicimos el amor en el portal, detrás de la caja del ascensor, desafiando a los posibles vecinos trasnochadores que regresasen a deshoras. Con incomodidad y frío, inventando posturas inverosímiles, como compulsivos amantes ocasionales, devorándonos en besos y caricias.
Esa fue la primera vez. Durante varios días nos hablamos y conocimos, nos amamos en lugares más discretos, más cómodos, más calientes. Abrazados, me contaba su vida, estaba de vacaciones en la casa familiar y después de Reyes debía volver a su trabajo en Madrid, a su vida.
Me confesó que tenía un novio que le maltrataba, que no podía dejarle porque era el hijo de unos íntimos amigos de la familia, que se conocían desde niños, que era un noviazgo anunciado, convenido, que él consumía substancias no recomendables y de ahí su violencia.
Me contó de su rebeldía, de su estancia en un correccional, que una de las monjas, joven, bella sin toca, se metía en su habitación y en su cama todas las noches. Que ella se sentaba junto a la ventana, con rabia, despierta, imaginando una cruel venganza que nunca se produjo. Pero el acoso duró seis meses.
Me habló de sus padres, que no le querían, que al menos ella no se sentía querida. Me relato, una tras otra, una cantidad tal de desgracias que parecía imposible que en aquel cuerpito tan bello, tan tierno, entrase tantas calamidades. En algún momento pensé que las inventaba. Seguíamos amándonos intensamente.
Una tarde, hacía un frío de mil demonios, no vino a la cita, esperé en vano. Al día siguiente pregunté a la portera de la casa si sabía dónde estaba Begoña. Me dijo que se había vuelto a Madrid con toda la familia, que algo había ocurrido, que el piso estaba en venta.
Lo confieso, me dejó tocado, ese fin de semana me fui a Madrid. Como un sonámbulo paseé por las calles donde me dijo solía alternar. No sabía más. No la encontré, nunca más supe de ella. Volví a Bilbao. Seguí jugando a las cartas en el garito de Campuzano, tomando ginebra con tónica, indiferente a las miradas de las chicas rubias de piel suave, un engreído que reía, hablaba alto y tenía el corazón roto. Una historia triste, para mí, aquel fue un duro invierno.
10 comments :
Las historias siempre se repiten porque inconscientemente buscamos lo mismo. Ella, estaba condicionada a buscar historias complejas y tú, fuiste uno más de sus tantas complicaciones.
Abrazos Pedro
Sí, entiendo lo frío y cruel de los inviernos en situaciones así, espero que al menos el recuerdo -mientras dura- sea cálido.
Tatiana Aguilera mira, es un punto de vista, estaba contando la historia como espectador y resulta que también soy protagonista. Pues sí, es cierto, visto así fui una más de sus complicaciones. Todo ello dentro de la ficción, claro, uno lleva una vida más tranquila, sin sitio para relaciones de invierno (ni de verano). Muchísimas gracias por tu comentario. Fuerte abrazo.
Maia, aquí los inviernos no son demasiado duros, aquí las relaciones humanas son como en todos los lugares, aquí la gente va y viene y sufre y disfruta y un día se va y no vuelves a verla nunca más. Aquí hay buen material para escribir. Aquí los algunos recuerdos duelen como ahí. Saludos.
A mi meeencanta el invierno y mucho más desde que no lo puedo disfrutar, porque aquí vivimos en un otoño interminable que se viste de flores en primavera y rápidamente muta a verano. Me gusta el frío seco, sin lluvia, ese que si te abrigas queda fuera y no dentro como cuando lo que hay es tantísima humedad que se te mete en los huesos y salvo que te des una ducha caliente no hay quein lo saque, al menos yo no soy capaz… Preciosa historia, las Begoñas de esta vida alternan ternura con dolor, hasta que las pobres terminan por no sentir nada o morirse…
Como siempre mil gracias y un abrazo cálido, fuerte y abrigado : )
María ya te voy pillando, te vas por los cerros de O’Cebreiro cuando algo no, te chirría, no está en tu colección , es de otra liga, sabes nadar en cualquier río, incluso entre las olas de Valdobiño, Begoña no existe, creo, yo que sé, hay historias tristes, alegres y de todo tipo. Hoy tocaba esta. Muchísimas gracias. Un abrazo bajo el paraguas.
Una historia bien narrada, Pedro, oscura, breve e intensa como el mejor café del invierno. Un cordial saludo.
nadie, si todo esto que he contado fuera cierto, en aquel tiempo café es lo que menos tomaba, quizás para desayunar si tenía tiempo, que no solía tenerlo. Muchas gracias. Saludos de fin de semana.
El invierno meteorológico no me molesta, pero el del corazón... Ese sí es duro.
Me encantó el relato.
Un abrazo.
Dorotea Hyde, con el cambio climático en unos lugares los inviernos son más benignos y en otros hace un frío que pela, extremo. La vida es una lotería, los premios solo tocan a unos pocos.
Muchas gracias.
Un abrazo.
Publicar un comentario