Del Pagasarri al Kanchenjunga
La montaña siempre ha sido mi pasión.
Salimos de madrugada para intentar alcanzar el campamento 2A antes del anochecer. Al principio la ascensión era prolongada pero no demasiado dura. Aún había árboles, vegetación, huellas de pequeños animales.
Éramos siete integrantes, tuve una inmensa suerte que al final me admitieran en la expedición. Al ser el novato debía ir el primero, marcando el ritmo. Al mediodía paramos para reponer fuerzas, comer, beber agua, apenas hablábamos.
Reanudamos la marcha, el paisaje había cambiado, alrededor solo nieve y roca, un camino duro por hacer, la cumbre estaba lejos.
Lo había leído en algún libro pero nunca me lo acabé de creer. Un hombre de las nieves. Era imposible que en este lugar tan inhóspito pudiera vivir alguien.
Paso a paso, ensimismado, subía fijando con fuerza los grampones, tanteando con el bastón por si hubiera algún agujero oculto. De vez en cuando miraba hacia atrás, a mis compañeros.
Entonces lo vi, un ojo, grande, con marcadas venas, su cuerpo cubierto de largos y gruesos pelos blancos le mimetizaba con la nieve. Escuché el silbido del viento, giré la cabeza y ya no le vi. Seguí caminando, asustado, era cierto existía.
Comenzaba a anochecer y llegamos al campamento dos. John Larrínaga no llegó. Ninguno de nosotros supo que le había pasado, era el que cerraba la marcha. Consternados supusimos que había caído por una sima. No dije nada del ojo que había visto, de aquel ser increíble.
Acurrucado en mi saco apenas pude dormir, la siguiente madrugada partimos hacia el campamento tres. Ya no podía volverme atrás pero, de golpe, había dejado de gustarme la montaña.
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