Después del desastre.
Después de la inundación, del desastre, de aquello que tú y yo sabemos, apareció una mujer.
No parecía real, por eso quise meter mi lengua en su boca, por eso quise meterme en su cuerpo tierno como una fruta roja y brillante, besar sus caderas, sus cicatrices, sus párpados, ser un caballo, un lirio, lluvia y sol, llevarla ente los maizales, darle a comer semillas olorosas, deslizar mis dedos entre sus labios alborotados. Añoro aquellos momentos, cuando elevaba su voz como una oración, un rezo de esa atea que creía que estar sobre ella con los brazos en cruz era un sacrilegio y ponía ortigas en las ventanas, fieros mastines en el portón que el viento mecía en la casa donde empieza el mar. No sabía, sí sabía, que era un náufrago en su balsa, que había nadado ya en tantos mares que todo eso era apenas un tránsito, un trayecto, que jamás podríamos ser el uno del otro porque ni siquiera éramos de nosotros mismos, ni siquiera temblaba con las cartas que no le escribí, atareado en imaginarla vestida de rojo, desnuda en verde, humo y pan de ausencia. La niña que llevaba una camisa de hombre se convirtió en una mujer con botones, a deshoras, bella, luminosa, terca y la arena del tiempo caía tan rápido que la parte inferior de ese artilugio que mide y dictamina lo que quedaba se fue llenando de calandrias y espuma, de un silencio que convirtió los vergeles en desiertos, arena, nada más que arena, tiempo.
En eso andábamos cuando llegó la siguiente inundación.
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