5 de agosto.
Marta no conocía a nadie en París. No sé cómo me localizó. Estaba pálida, parecía asustada. Dejé tres rosas sobre la cama. Le pregunté cómo estaba.
-Estoy bien, no te preocupes, esto es sencillo. Salgo al mediodía.
No supe qué decir. No quise saber con quién, el nombre de él. Me disculpé por no invitarla a comer, dije que tenía una comida de trabajo.
-Gracias, no podría, el tren para Hendaya sale a las cinco.
Me despedí, besé sus manos, las tenía muy frías. Giré la cabeza y retrocedí dos pasos para alisar la sábana allí donde había estado sentado. Una leve sonrisa alteró su rostro triste.
-No has cambiado. ¿Me llamarás cuando vuelvas a Bilbao?- dijo.
En las escaleras de la clínica pensé si mi estancia francesa no era una huida de tantas personas, de tantas historias, del compromiso. Paseando por las avenidas inundadas del sol de agosto me reconcilié con la idea de retrasar varios meses mi regreso. En el metro ya me había olvidado de Marta. Salí en Hôtel de Ville, Marie me esperaba en rue Rivoli.
-Disculpa el retraso, he tenido una comida de trabajo- dije.
Y nos besamos.
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