22:22
Gabriela Wiener está obsesionada con el 11 y con el poliamor, no
sé si es cierto o un recurso para más capítulos. Mi perro ladra cuando el reloj
luminoso al lado de mi cama marca las
22:22. Si estoy en la cocina lo veo en el horno, es menos fiable, adelanta o
atrasa según los apagones del barrio, no importa, la cuestión es ver esa cifra,
22:22. Arantza no lo entiende.
A veces mi hijo me llama desde Sonora para recordármelo,
22:22, luego me pregunta si estoy bien de
lo mío y esas formalidades desde su media tarde y mi casi sueño. Es duro que mi
hijo esté tan lejos, solo hasta Navidad, espero.
Ma Anand Sheela en Waco (Oregon) me lo decía, riendo, “22:20, te
quedan dos minutos” y después seguía con lo suyo, con Osho y eso. Buenos
tiempos, pasó lo que pasó, pero después.
Ni en los peores momentos de salamandras, lluvias torrenciales,
volcanes a lo lejos y mi mochila roja por los vientos de Arriaga, en la
frontera Chiapas/Oaxaca me olvidé de esperar el 22:22 no fuera a caerme encima
el infortunio, lo malo. No me raptaron, Yacatecuhtli me
protegió.
En mi última estancia en Queens quise quitarme la rutina del número
y consulté desde psiquiatras afamados hasta quiromantes, santones, tarotistas
varios, zumbaos como yo con eso de los números, creo que mi dificultad con el
idioma frustró el intento. Seguro que fue eso.
No crean que es superstición o manía, es certeza. Eso al menos
determinó mi médica de cabecera de Osakidetza, ella, dijo, tiene toda la fe en
las 15:15 y no me recetó nada. Chica lista.
Lo siento, tengo que dejar de escribir, son las 22:15.
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