miércoles, 28 de agosto de 2019

22:22




Gabriela Wiener está obsesionada con el 11 y con el poliamor, no sé si es cierto o un recurso para más capítulos. Mi perro ladra cuando el reloj luminoso  al lado de mi cama marca las 22:22. Si estoy en la cocina lo veo en el horno, es menos fiable, adelanta o atrasa según los apagones del barrio, no importa, la cuestión es ver esa cifra, 22:22. Arantza no lo entiende.
A veces mi hijo me llama desde Sonora para recordármelo, 22:22,  luego me pregunta si estoy bien de lo mío y esas formalidades desde su media tarde y mi casi sueño. Es duro que mi hijo esté tan lejos, solo hasta Navidad, espero.
Ma Anand Sheela en Waco (Oregon) me lo decía, riendo, “22:20, te quedan dos minutos” y después seguía con lo suyo, con Osho y eso. Buenos tiempos, pasó lo que pasó, pero después.
Ni en los peores momentos de salamandras, lluvias torrenciales, volcanes a lo lejos y mi mochila roja por los vientos de Arriaga, en la frontera Chiapas/Oaxaca me olvidé de esperar el 22:22 no fuera a caerme encima el infortunio, lo malo. No me raptaron,  Yacatecuhtli me protegió.

En mi última estancia en Queens quise quitarme la rutina del número y consulté desde psiquiatras afamados hasta quiromantes, santones, tarotistas varios, zumbaos como yo con eso de los números, creo que mi dificultad con el idioma frustró el intento. Seguro que fue eso.
No crean que es superstición o manía, es certeza. Eso al menos determinó mi médica de cabecera de Osakidetza, ella, dijo, tiene toda la fe en las 15:15 y no me recetó nada. Chica lista.
Lo siento, tengo que dejar de escribir, son las 22:15.


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