lunes, 26 de agosto de 2019

Rivera Garza



...Hablarían de los sospechosos todo el tiempo. De los posibles sospechosos. Tratarían de establecer un perfil del asesino investigando con todo detalle, como lo aconsejaría cualquier experto en homicidios seriales, los rasgos característicos de su manera de firmar. Una rúbrica macabra. Su refrendo. El primer nombre en esa lista letal sería el de escritora. No sólo había sido ella La informante inicial sino que, además, su oficio, ese extraño oficio, les provocaba preguntas constantes. ¿Qué hacía en realidad además de pasar horas enteras frente a la pantalla y sostener charlas banales con alumnas, casi adolescentes? ¿Era leer verdaderamente un oficio? ¿cómo regresaba a la realidad después de hundirse, por horas, en mundos que no existían más que en la imaginación provocada por la letras impresas en una página? ¿No sería alguien así, alguien que había leído, además a Pizarnik, y que lloraba ante el recuerdo de alguno de sus poemas, tal como lo había constatado la Detective en más de una ocasión, la culpable? ¿No tenía ella, como lo decía el experto en asesinos seriales, esa malsana curiosidad de "mirar por dentro"? ¿Sería suficiente esa curiosidad como para abrir la herida? ¿Y no era eso, a fin de cuentas, escribir?....
 
... ¿Y había, se preguntaría con mayor frecuencia la Detective, algo a lo que se podría llamar en estricto sentido la Vida Real?...
 
Rivera Garza, C. La muerte me da, Ed. Tusquets, Barcelona, 2007, págs.241-242.

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