Ahora, soy.
No
puedo decir que los días se me hicieran largos, pasaban como trasatlánticos
sobre las horas sin dejar espuma, sin atracar en ningún puerto, sin hacer caso
a las señales de los náufragos del aburrimiento bajo la palmera de su isla
mínima.
Todo,
vida, gozo, dolor, las muertes, sucedían por un fatalismo coherente, era lo que
debía ser, solo quedaba esperar los viernes y no olvidar en el cajón el
diazepán (o el orfidal).
Allí
solo quedaban harapos de una nostalgia que brillaba en una retórica barroca,
antigua pero fecunda, con imágenes de animales en celo, gigantes dormidos y
flores de invernadero, monjes ebrios de oración y la incandescente realidad de
haber sido.
Recuerdo
bien cuando olvidé todo eso y la bruma de los miércoles.
Aquel
era otro.
Ahora,
soy.
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