Sandra
Sandra. Ayer me acosté
temprano. Tenía frío aunque el brasero estaba bien cargado. Y quizá por el frío
o por el brasero me acosté temprano. En los pueblos, como debes saber, la gente
se acuesta casi con las gallinas. Y yo voy entrando en ese hábito. No del todo,
porque la lectura o la radio o la divagación del pensamiento o un disco en el
tocadiscos me aplazan el sueño para más tarde. Pero ayer me atacó pronto y me
fuí a la cama. Deolinda siempre me mete entre las sábanas una botella de agua
caliente. Tengo dos, una de barro y otra de cinc. Con la de barro me quemo
menos los pies cuando la toco. Pero envuelve las dos en un calcetín viejo o en
una toalla o con un extremo de la sábana. Y procura ponerla en el lado en el
que me acuesto, como un día le pedí. Así el calor me adormece en un confort de
refugio. Porque siempre duermo en mi lado, como debo de haberte dicho ya, para
que quede libre el tuyo en caso de que vuelvas. Y efectivamente, así ocurrió
ayer. Cubrí de ceniza la lumbre del brasero y me fui a acostar. Y poco después
extendí la mano despacio hacia tu lado y tu cuerpo estaba allí. Pero no te
moviste. Insinué entonces la mano entre el pijama y tu piel. Pero en ese
instante se me cruzaron en la memoria tus modos de decir que no
Vergílio
Ferreira
Cartas a Sandra
Tradución de Isabel Soler,
Acantilado, Barcelona 2010
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