lunes, 10 de octubre de 2016

Mariposas amarillas.



Aquella tarde de agosto llegaron cientos de mariposas amarillas. Se posaron en los olivos y en la hierba, sobre las flores de acónito y en los tejados.

Es una plaga- dijeron unos.
Es el preludio de noticias - dije yo.

Cientos de mariposas amarillas de volar torpe, con trazos de continente, entrando por las ventanas, regocijando a los niños, sorprendiendo a los ancianos, rompiendo la monotonía, proponiendo barruntos y conjeturas, acariciando mi mirada distante.

Coincidió con la llamada telefónica de mi hija.
Papá, vuelve a casa- dijo, escueta.

Pensativo, salí al balcón y desde ahí vi acercarse las nubes negras, el chaparrón que descargó gruesas y ruidosas gotas sobre las grietas de la tierra, las horas vacías, las amarillas alas de las mariposas, sobre mi remordimiento azul.

Es un alivio-dijeron unos.
Es un castigo–dije yo.

La lluvia se comió la tarde y la noche trajo los recuerdos, la añoranza insuperable, el silencio. Después el sueño levantó miedos ocultos, el temor del regreso, la culpa.

Pasaron los días y se fueron las mariposas amarillas.
Mi hija no volvió a llamar.
Tampoco su madre.

Ahora, en octubre, no me puedo mirar en el espejo.

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