Él no mató al unicornio.
Era joven, tanto como el animal que
se agitaba inquieto en su pecho.
El fluir de sus palabras trazaba un
bosque fantástico, nuevo, ni siquiera imaginado antes, con luciérnagas enredadas en la
niebla de los zarzales.
Hombre diferente que hablaba lenguas
de bronce, que rasgaba con una espada de conocimiento la oscuridad de las
claves, el reflejo de los espejos, el descanso de las siestas de marzo.
No fue él quién mató al unicornio.
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