La invasión de las liebres. Sumisión.
Primero miramos
la foto,
y no pasó nada.
Pero después
vimos la fecha
al dorso,
y el momento
adquirió
otros matices.
Y no tuve
más remedio
que acariciarte
un poco
la nostalgia.
Karmelo C. Iribarren.
Curioso,
aún no había amanecido en las puertas y fueron saliendo, al principio de uno en
uno, con argumentos variados, incluso creíbles, en tropel después, sin
compostura, sin gracia, sin adioses, sin ni siquiera un gesto con el dedo
corazón.
Eso sí,
dejaban las agujas y los violines.
En la
primera parte del homenaje éramos amigos, quizás por los paraguas o por el
refugio bajo el almácigo, todavía no sabíamos lo de las liebres.
El
aviso fue en el entreacto.
En la
segunda parte llegaron los bárbaros, los incapaces, los advenedizos y nada fue
como era, el vergel se convirtió en páramo y estar se convirtió en un destino
absurdo de tensiones y paz estrangulada, con curiosos silencios apiñados en la
ventana.
No
hay árboles, dicen.
Ni
hierba pacífica, digo, tampoco rododendros, ni ligustros, limoneros o higueras,
solo pinos y arbustos sin nombre.
Y silencio.
La
verdad, lo que procede ahora es abrirse el pecho en tres pedazos y dejar fluir
lo que quema y duele, vísceras y penas, orgullo caducado y miedo.
Digo
todo esto para no tener que decirlo.
Ay,
cuando lleguen las liebres.
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