La invasión de las liebres. Sensación.
La pleamar llenó de uvas verdes
la boca de María, sus cabellos descoloridos se enredaban entre algas y medusas
que herían los brazos de los nadadores que salieron a salvarla.
Todos se ahogaron, impotentes
ante la fuerza de la marea, sus cabezas aparecían y desaparecían entre la
espuma de las olas.
La esperanza, no.
Encendimos una hoguera bajo la
higuera al borde de la playa, rezamos y cenamos, los vagabundos no se acercaban
por miedo a los perros y a nuestra mala fama. Pintamos su nombre en la fachada
amarilla de la casa de siempre, donde estuvo el bar.
Nos bañamos desnudos y el frío
nos mordía la barba y las nalgas.
Sabíamos del tiempo de la
vendimia pero nos demoramos en funerales y ceremonias, ella era la primera y
quisimos honrarla con fuego y con vino, alimentamos su memoria sabedores de
nuestra pronta amnesia.
Al amanecer salimos hacia la
cordillera, nos perdimos entre la niebla y los pinos, nadie hablaba, el dolor
del desencanto aprisionaba nuestras piernas.
Tres semanas después supimos
que los bosques se habían quemado, nada supimos de las liebres.
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