martes, 18 de diciembre de 2012

La invasión de las liebres. Sensación.



La pleamar llenó de uvas verdes la boca de María, sus cabellos descoloridos se enredaban entre algas y medusas que herían los brazos de los nadadores que salieron a salvarla.
Todos se ahogaron, impotentes ante la fuerza de la marea, sus cabezas aparecían y desaparecían entre la espuma de las olas.
La esperanza, no.

Encendimos una hoguera bajo la higuera al borde de la playa, rezamos y cenamos, los vagabundos no se acercaban por miedo a los perros y a nuestra mala fama. Pintamos su nombre en la fachada amarilla de la casa de siempre, donde estuvo el bar.
Nos bañamos desnudos y el frío nos mordía la barba y las nalgas.

Sabíamos del tiempo de la vendimia pero nos demoramos en funerales y ceremonias, ella era la primera y quisimos honrarla con fuego y con vino, alimentamos su memoria sabedores de nuestra pronta amnesia.

Al amanecer salimos hacia la cordillera, nos perdimos entre la niebla y los pinos, nadie hablaba, el dolor del desencanto aprisionaba nuestras piernas. 
Tres semanas después supimos que los bosques se habían quemado, nada supimos de las liebres.






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