Oigee i y la muerte.
Oigee i entrará al ejército en
una semana.
Aunque llueve, hoy ha salido
con su padre y un amigo a una travesía por la crestería, una despedida
simbólica, de montañeros. En el coche hablan de trabajo, sobre todo de trabajo,
del que no hay. Él no se atreve a hablar de su miedo.
Al llegar a un pequeño pueblo les
detiene una larga fila de vehículos parados.
-¿Qué ha ocurrido? –preguntan.
-Parece que hay un accidente en
la curva –contesta una dulce muchacha.
Oigee i se impacienta y camina
carretera adelante, para enterarse.
Un camión rojo que transportaba
vacas ha chocado contra un árbol, humea el motor bajo el capó retorcido. Alrededor
muchos curiosos, serios, a una prudente distancia. El conductor está empotrado
contra el volante, su cabeza en una extraña postura, muerto. Algunas vacas se
han escapado y vagan por los prados húmedos, mareadas, otras siguen en el camión, sucias, acostadas.
Al de un rato llegan dos policías en motocicletas, se hacen cargo del suceso, organizan
el tráfico y los automóviles pueden seguir avanzando.
Más tarde, mientras sube al
monte por un camino embarrado, Oigee i piensa en cómo es su vida ahora e imagina
cómo será en unos pocos días. Aprieta el paso, jadea, llega el primero a la
cumbre y mira el valle, come unas nueces, bebe agua de una pequeña cantimplora,
le vuelve la imagen del camionero muerto, siente el miedo en la nuca, le asalta
un sollozo seco, se quita las lagrimas con los dedos, nervioso, no quiere que
su padre sepa, espera.
-Vamos, lentos, que llevo aquí
una hora –grita a los que suben, sonríe, finge.
-Eso es todo? – pregunta el
hombre que juega con sus gafas.
-Sí, es lo que he recordado hoy
–contesta Oigee i.
-No cabe duda que ese muerto,
le impresionó –dice el hombre.
-Sí –dice Oigee i- nunca había
visto un hombre muerto.
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