Gendarmenmarkt.
La última vez que vi a Elisa llevaba un pañuelo verde alrededor del cuello -ese que una vez besé-.
Nos tumbamos en el borde de la escarcha, allí donde hibernan animales de hielo, donde el vaho es un lenguaje, un signo, un escozor de campanas a lo lejos.
Aquella madrugada cambiamos suspiros, contamos historias de nieve.
La verdad, no nos dijimos mucho, confidencias sin enjundia, con hueco tono de voz, quizás con miedo al roce de piel, de alma.
Luego ella se durmió bajo el manzano, la cubrí con mi jersey azul, su cabeza en mi brazo –qué ironía-.
Sentía su lenta respiración acompasada –acércate, ven-.
También me dormí, a su lado soñé que un endriago nos miraba.
Cantó el gallo, alboreaba., despertamos, se hizo de día, luego... nada.
(Y en el fondo, allí, mirándome, el remordimiento, el saber que hice mal, el error. No me perdono.)
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