Trampolín.
Érase
que se era uno que, una vez, se olvidó del mañana. Su ahora era tan intenso que
ni tiempo tenía para pensar en futuros, como para hablar de previsiones. Se
bañaba en la piscina del cielo en una adolescencia perpetua, impropia, cómoda
excepto para el desafío del trampolín, para saltar al vacío de la realidad
insumisa. Quizás las alas estaban pintadas, quizás en el espacio azul no había
lugar para latidos fuera de la juventud, para madurez de Amor, la Palabra,
Dios, Patria, Responsabilidad, no había lunes ni domingos, solo un largo día
sin amaneceres ni ventanillas ante las que sellar pólizas y vuelva usted
mañana. No existía el después, el hoy lo ocupaba todo, se enseñoreaba en la
belleza de los cuerpos, en el calor del deseo y su satisfacción inmediata, en
la acumulación de momentos creciendo, desbordando los límites de la garganta,
el hígado, los recovecos del cerebro que apenas alcanzaba a intuir que detrás
de todo solo había una huida. Por eso en un instante de luz entre dos nubes el
hombrecillo que se sentaba a la derecha de su cabeza le susurró al oído: esto es así pero no es, será, pero no todavía. No es una disculpa, sonaba Led Zeppelin por lo que es
posible que ni siquiera escuchara ese acertijo, al menos no modificó la hoja de
ruta. El choque fue brutal, el calendario se enrabietó, le saltó a la cara, le
mordió con la saña del espejo. Era viernes y el lunes estaba en relieve.
Existía el dolor y aquel vehículo no tenía marcha atrás. Al entrar al hospital
se encontró con que el mañana era pasado y perdió la noción de lo real, de lo
irreal y del arco iris. El hombrecillo que se sentaba a la izquierda de su
cabeza le gritó al oído: ¿ves? Te lo dije. Y lo que sigue es ya otro capítulo.
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