Henry Miller, “Primavera negra”
Uno pasa imperceptiblemente de
una escena, una edad, una vida a otra. De repente, al caminar por una calle,
bien sea real o soñada, uno se da cuenta por primera vez de que los años han
volado, de que todo esto ha pasado ya para siempre y que sólo permanecerá en el
recuerdo; y entonces el recuerdo se mete más adentro con una extraña y absorta
brillantez, y uno repasa esas escenas y esos acontecimientos perpetuamente, en
sueños y meditaciones, mientras camina por una calle, mientras se acuesta con
una mujer, mientras lee un libro, mientras habla con un desconocido…de repente,
pero siempre con una extraordinaria exactitud, estos recuerdos se entremeten,
surgen como fantasmas y penetran en cada fibra del propio ser. En lo sucesivo,
todo se mueve en niveles cambiantes: nuestros pensamientos, nuestros sueños,
nuestras acciones, nuestra vida entera. Un paralelogramo en el que caemos desde
una a otra plataforma de nuestro escenario. De aquí en adelante caminamos
divididos en millares de fragmentos, como un insecto con cien pies, un ciempiés
con movimientos suaves y ondulantes que se embebe en la atmósfera; caminamos
con filamentos sensibles que se embeben ávidamente del pasado y del futuro, y
todo se derrite en músicas y penas; caminamos contra un mundo unido, afirmando
nuestro desacuerdo. Cuando caminamos, todas las cosas se rompen en millones de
fragmentos irisdicentes. La fragmentación de la madurez. El gran cambio. En la
juventud, éramos íntegros y el terror y el dolor del mundo nos penetraron por
completo. No había una clara separación entre la alegría y el pesar: se fundían
en una sola cosa, al igual que nuestras horas de lucidez se funden con el sueño
y el dormir. Nos levantamos por la mañana siendo unos seres, y por la noche,
completamente ahogados, bajamos a un mar empuñando las estrellas y la fiebre
del día.
• Henry Miller
“Primavera
negra”
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