La invasión de las liebres. Superstición.
József Fülöp
Sabíamos que llegarían las liebres.
Estábamos esperando en las estaciones de tren,
en los estadios de fútbol, en los instantes anteriores al acto amoroso, en el
despegue de aviones ebrios por el viento sur, apostados entre los rododendros
de la autopista a Jerez.
Acumulábamos rencor contra la vida, contra los
gobiernos que cambiaban mes sí, mes no, contra la resurrección de la carne,
contra los tertulianos de Radio Nacional, contra nosotros mismos.
No llegaban y los guerrilleros de cascos
empenachados, los barbilampiños soldados de leva, los austriacos huidos de la
última revuelta, los alevines de cazadores temblaban nerviosos, sus músculos
tensos, las armas a punto. Quizás Dino Buzzati les había influido en demasía.
Decidimos en solemne asamblea plantar dos cruces, un Cristo sufriente en la colina y un San Pedro cabeza abajo en el comienzo del camino. Para ello
organizamos una procesión con chirimías y trompetas, tamboriles, gaitas y
silbos. Invitamos al señor obispo y a varios sacristanes. Oramos con las manos
entrelazadas.
Estábamos tan entretenidos que la invasión nos
pilló por sorpresa. Llegaron las liebres en tropel, sus orejas enhiestas, los
blancos dientes afilados, los ojos rojos
de ira, las uñas desgarrando nuestro miedo al contagio y a lo nuevo. Se
apoderaron de nuestras plazas y casas, de los jardines, nos expulsaron.
Han pasado cuatro días y aún seguimos esperando
su resolución, tras la valla, desterrados, los niños lloran quedo, los mayores
no nos explicamos cómo pudo ocurrir, un anciano ha muerto de pena, el alcalde
sigue negociando.
En un pequeño transistor que escondí entre las
ropas informan que las liebres se han ido, que la ciudad está desierta, que
podemos regresar.
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