Absurda
Ana tiene veinte años y se acaba de enamorar.
Está en un bar charlando con sus amigas, le mira y piensa que es un camarero, pero no, un camarero no recoge las copas cantando en inglés, no viste esa ropa, no hace guiños a las clientas.
─¿Cómo te llamas?
─ Ana.
─ Hola, soy Pablo.
─ Hola.
─ Oye, cuando te terminéis todo eso – señala los vasos – ¿Nos vamos todos al Puerto Viejo?
En el trayecto, en el puerto, en la interminable despedida, hablan, hablan y hablan. Ana le pide la traducción de esa canción del bar. Al día siguiente la tiene en el buzón y a él, esperándole en la esquina.
Seguirán muchos días de cartas y esquinas. Algunas veces, pocas, quedan de antemano y Ana lo presiente, pero todo – cuando ya parecía imposible, hartísima de pintarse el ojo para nada, de salir de noche para tan poco, de libros y películas que nunca se hacen realidad – es ahora tan perfecto que no quiere saber.
Porque Pablo es divertido, tiene una labia que engatusa, besa y baila que marea y además, el más de los mases, es escritor, bueno, aún no ha publicado, pero un día de estos, seguro, gana el Planeta y cualquier editor avispado será el destinatario de sobres abultados como los que ahora Ana recibe con tanta frecuencia, con los que se emociona a veces hasta las lágrimas, otras se ríe hasta la carcajada y la mayor parte, explora y trata afanosamente de descifrar.
Porque Pablo escribe párrafos llenos de metáforas, textos tal vez absurdos para profanos, para aquellos que no distinguen los diamantes de las piedras, que rechazan por ilógico lo que no comprenden, que no pueden ver la belleza en palabras como éstas:
Me despertaré en un paisaje diferente, real, lleno de zanahorias y ríos de estrellas, de espejos convexos, zorros sonrientes y personajes de dibujos animados. La luna roza los tejados y los gatopardos viven en tu escalera, los vecinos murmuran y una tubería ha explotado llenando de gas púrpura las ramas del sauce.
Pero Ana sí. Ana sabe que no hay por qué justificar la belleza y que ella – con tantas dificultades para estar a su altura en las respuestas – daría lo que fuera por ser la autora de esas líneas sobre las que él camina con tanta facilidad.
Meses después, con el alma a rebosar de tanto preciosismo literario y de los otros, Ana va con sus amigas al bar de la primera vez, donde se imagina a Pablo con sus amigos, o tal vez sólo, en la librería de al lado, comprando otro de Valente o Gamoneda.
Le distingue a lo lejos, en medio de un grupo y se acerca feliz, ingenua como se es ingenua una sola vez en la vida y Ana continúa, camina sin apartar los ojos de él hasta que, de pronto, se para en seco, se encoge, quiere desaparecer, porque Pablo que habla con sus amigos, acaba de pasar un brazo por el hombro de esa chica que se vuelve hacia él y le da un beso inocente en la mejilla, un beso cotidiano.
Y Ana, petrificada, sigue mirando porque quiere grabarlo todo en lo más profundo para que no haya resquicios donde de nuevo pueda deslizarse la ficción, no sea que luego – cuando vuelva a casa y se sienta tan imbécil, tan dolida – busque y encuentre de nuevo metáforas donde solo hay una farsa, una mentira peor aún, más cobarde aún, por tácita, por falta de palabras en alguien como Pablo, que camina sobre ellas con tanta facilidad.
Encuentro este texto entre mis archivos.
Me parece bueno y lo comparto.
Es de una amiga escritora, me lo envió hace un tiempo.
Lo que dice toca un lugar íntimo aquí dentro, como una brisa que me acaricia el corazón, como un cordel que me atenaza la garganta, como una bofetada que me hace despertar.
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