Parker y los elefantes.
Cuando Parker encontró a Marie después de tantos años, la comparó con una tienda de objetos preciosos con escaparates atestados de cristal de Bohemia y delicadas piezas de arte, un establecimiento de lujo con música de Mozart y Bach.
Por el contrario, se vio a sí mismo como un elefante alocado y solitario, un elefante de circo acostumbrado a la pista y a las piruetas, sin domador ni presentador, barritando sus historias en tantas selvas de cartón, bajo tantas carpas.
Y pensó que debía tener cuidado con esa mujer, contenerse, limitarse, ser delicado y atento, incluso mudo, pensar cada palabra antes de dejarla ante sus ojos. Así lo hizo.
Pero el tiempo pasa y todo se transforma, la imaginaria tienda siguió brillando y estando expuesta a que la diferencia de temperaturas hiciera añicos las cuberterías, a que el do de un tenor quebrase las copas de champán y a que las puertas giratorias dejasen paso a las torpes patas de otro proboscídeo, de otra manada o de otro circo.
Y ya, sin símiles ni ejemplos vanos, Parker se encuentra frente al escaparate de los ojos de Marie, temeroso de los vientos del mar, del insólito bochorno de marzo, de no querer hacer nada que pueda deslizarse por su sensibilidad, de provocar su rechazo y su adiós.
Parker, elefante o no, quiere entrar en esa tienda, pero es pobre y, para colmo, nunca hacen rebajas, se teme que seguirá columpiándose en el parque de la soledad.
Qué cosas pasan.
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