Parker baila.
Con
una máscara de adolescente ensimismado Parker gira y ríe en un baile de disfraces en
el que nadie es quién dice ser. Entre los muchos invitados, alrededor,
confundidas, la primera mujer que amó, la primera mujer que besó, la primera
mujer que le enloqueció. Y su mujer.
Intenta
aparentar una calma que no tiene. Baila y sonríe. Se para y bebe pequeños
sorbos de una copa de vino. Se está mareando y debe estar sobrio para no
delatarse. Ajeno al viento en las ventanas, a la lluvia, torpe, habla con
unos y otros.
No
sabe quién sabe.
Y
qué.
La
música cambia desde Beatles a baladas tan lentas y tan antiguas que parece que
el tiempo se ha detenido. Pero no, han pasado tantas cosas. La primera mujer
que amó va de acá para allá como una bailarina entre ballet y contorsionista.
La primera mujer que besó ha olvidado todo y sonríe al lado de su nueva pareja.
La primera mujer que le enloqueció está nerviosa, intranquila, su marido está
sentado a su lado y los dos fuman sin cesar. Su mujer está feliz y habla con
todos, encantadora, ajena a la trastienda.
Están
las miradas.
Y
los silencios.
Fuera
están las calles donde todos ellos se perdieron en tiempos amarillos de versos
y palomas, de melancolía en las esquinas, de risas de niños y una esperanza, o
tres, o nada. Los que bailan, como pueden, sofocan los gritos del mercader de
la nostalgia, de los fabricantes de relojes, de los hechiceros de una época sin
plazos, de las tenues palabras de enamorados escondidas bajo los bancos de la
plaza.
Ahí
está Parker, riendo y bebiendo, simulando una tranquilidad que no tiene, caminando
sobre la débil línea que separa el sí del no, esperando la inoportuna palabra
que desbarate la fragilidad de su paz, confundido entre las tres mujeres que dieron sentido a su vida, que la llenaron, que aún le duelen.
Y su mujer.
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