Con miedo
No encuentro mis bragas –dijo ella, y desde la cama vi las blancas nalgas que contrastaban con el resto de su bronceado cuerpo, de rodillas, palpando la alfombra bajo la mesa del salón, a oscuras.
Al cabo de un rato volvió a mi lado. -Qué es esto? – dijo, y entre los dedos sostenía un pequeño objeto brillante, redondo, metálico.
Primero miré sus pechos y después aquel objeto, un micrófono inalámbrico. ¿Cómo lo sabían?
-Vístete y vete, rápido – dije a la chica.
-Qué prisas, vale, voy, deja el dinero en mi bolso – escuché el ruido del agua en la ducha, ella cantando mientras se pintaba, al de un rato me obedeció y se fue.
No me preocupaba pagarle doscientos dólares, lo del micrófono sí. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí, ¿habría otros? Comencé a buscar por el dormitorio, entre las cortinas, bajo el colchón, en la biblioteca, en la cocina, cada vez más nervioso, en el cuarto de baño, el pasillo, en el techo. Sobre la puerta de entrada al apartamento encontré otro. ¿Quién lo había puesto ahí?, ¿cómo había entrado?, ¿cuándo? Seguro que había más.
Miré por la ventana, los coches amarillos corrían por la avenida, se escuchaban sirenas, los peatones iban y venían bajo el calor de junio, no advertí nada sospechoso, quizás era una confusión.
Lo mejor era aparentar seguridad y salir.
Aquellos dos hombres hablando en la esquina no me gustaban, me miraban. La señora del abrigo verde sonreía, ¿qué sabía ella? El portero del Grand Hotel inclinó la cabeza cuando pasé a su lado.
No pude soportarlo más, comencé a correr, calles y calles, de un barrio a otro.
Ahora estoy sentado en un banco de Central Park, comienza a anochecer, me da miedo volver a casa.
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