lunes, 14 de enero de 2019

09.04



Se besan sin saber dónde empieza el cielo, dónde acaba el infierno. Se besan de pie, con los ojos cerrados, con las manos cerradas. Se besan y a lo lejos se escuchan las murallas centenarias, derrumbándose, poblando el aire con un estruendo de argamasa y ciclones. Se tocan la piel y de los poros les brotan pequeñísimos animales dulces que miman cada rincón de brazos, caderas, muslos, un lento deambular de almíbar. Se tocan el alma y se mecen en pétalos de flores nuevas, gigantescas corolas, pistilos con embriagadores zumbidos de abejas. Se hacen uno y justamente entonces, a pesar de los coros de querubines que cantan con los ojos cerrados, del ritmo de cien palmeros presentidos al otro lado de la puerta, del calor de tres infiernos, del murmullo de un arroyo del Paraíso Terrenal, del Vesubio y del Etna, de Manhatan, ignoran que traquetean en el pescante de un tren sin regreso, viajeros a ninguna parte, refugiados en el trayecto de la soledad, habitantes de un mundo prohibido.

No pueden culpar a las serpientes.
Hablan recostados a uno y a otro lado del muro de las lamentaciones.
Sabiéndolo.

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