Parker entre sueños y despertares.
Es el tiempo de la recogida de las
cosechas.
Comienza
a llover, un diluvio, Parker corre a guarecerse dentro de la chabola donde se
guarda la hierba cortada.
Dentro, en lo oscuro, está Maríe, que aún no tiene nombre.
Se miran, hablan, sienten caer la lluvia
Esperando que vuelva la calma se acercan, se susurran, se atraen, los atrevidos dedos de Parker se aventuran bajo la florida falda de Maríe, acaricia sus muslos. Ella pone su mano sobre la de él y guía su ceguera. Los dos tiemblan.
Cesa la lluvia, el alma de Parker queda delgada como un papiro, las piernas le pesan como si hubiera subido hasta el límite de las nubes. Maríe se despide desde el umbral. El calendario zaragozano marca con grandes números rojos: 1985.
Pasan
los años, no se vuelven a ver, Parker añora a Maríe, como un taciturno copista
de Quevedo repite “por la ribera arriba el paso arrojo; /
dame contento el agua con su ruido; / más en verme perdido me congojo. // Hallo
pisadas de otro que ha subido; / párome a verlas; pienso con enojo / si son de
otro, como yo, perdido.”
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