Dobet Gnahore
Aún no había llegado el tiempo de la ira y Dobet Gnahore cantaba en un idioma que no entendía pero que sentía como una caricia enérgica, como si esa lengua respirara en mi pecho, simulé una caligrafía y una algarabía hasta que la silueta de una mujer se elevó a la categoría del tú y yo y después todo fueron bosques y viento de argucias, polifonía de jadeos en la habitación del fondo, allí donde se desplegaban la niebla y la ceguera, el fuego y el telar donde nos tejimos en una historia de gacelas y leones emboscados en el cañaveral del deseo, acorralados en el imperioso afán de mezclarnos, unirnos, tan uno, fusión de relámpago y ruidos que acallábamos, que nadie supiera, ni nosotros, escribiendo páginas fascinadas, suelo sin dosel, lamiendo el reflejo de lo que ya no nos pertenecía, éramos el otro, desgranados en sudor y dedos, pleitesía a las posturas, despiadados, encontrándonos en un confín insospechado, manchados de murmullos, de sinrazones, pedagogía en las caderas, cadencia de muslos, así, imperio acotado, jazmines y el aliento como flores cenicientas en la espalda tensa, de azafrán, los labios adolescentes y el temblor de caballistas azorados, dulzainas y tamboriles, filigranas, el azor del sexo y las palomas, todo era así y Dobet Gnahore cantaba a los albérchigos, quizás, a la pérgola incendiada, a la tribu en la cueva, a la piel iluminada, luego calló, nos fuimos y amaneció la nada.
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