Pe `mmare nun ce stanno taverne.
Por el mar no hay tabernas y primero llegó el rumor de unos mercaderes
holandeses, venían de lejos, llegarían de madrugada, sentado a horcajadas
sobre las ramas del fresno junto al molino se veía la playa, las limpias olas
del amanecer tornaban en espumas que acariciaban la suave pendiente
interrumpida por caracolas y redondas piedras, las flacas piernas de un
pescador ciego con la caña hundida en la arena, un perro siguiendo gaviotas,
ladrando al aire, alborotando el discurso del centinela ebrio, erguido sobre
una tarima de maderas trabadas con gruesas maromas y cintas de colores flotando
en la brisa mientras aún no se divisaban embarcaciones negras, ningún navío se
acercaba meciéndose en el miedo de los lugareños escondidos detrás de las
dunas, aunque algunos reían, los más gemían, dos retozaban, indiferentes a lo
desconocido, excitados quizás por los presentidos mástiles enhiestos meciéndose
en erótico bamboleo, música de flautas, unos mozos peleaban a puñetazos entre
insultos y gruñidos, alardes por una adolescente morena tumbada sobre el lomo
de una vaca, parloteo de comadres, un niño pelaba nueces bajo una higuera y
solo el gallardete rojo ondeando en el extremo de una pértiga destacaba en la
escollera de la izquierda, justo donde en tiempos embarrancó aquella nave
capitana cuya quilla rompía con delicadeza las aguas azules, con tanta suavidad
que engañaba sobre las intenciones de los tripulantes, los lanceros a proa, los
alabarderos inclinados en estribor, el capitán repartiendo aspavientos y
estímulos, los remeros de distintas razas asustados, con las cadenas
aprisionándolos a los banquillos, la barahúnda después del choque, los gritos
pidiendo auxilio, puños al cielo, blasfemias, los cuerpos chocando contra las
aristas de las rocas, cestas flotando, jarras rotas, odres esparciendo los
aceites de Sudán, cabezas de cristianos desapareciendo bajo la espuma sucia,
pellejos de vino de Aragón asomando, la brea salpicando las alas del albatros
que volvía de mar adentro, desde donde se pierde el horizonte, allá, lo que no
puede divisarse desde los cañaverales de las dunas, las proas mojadas,
delanteras puntiagudas, en fila, armada alineada en alguna cala lejana, con las
velas desplegadas, los guerreros separados de los marinos con sus camisolas
blancas con bordes dorados, las armas a punto, lanzas, espadas, dagas con hojas
afiladas, música de vihuela previas a las trompetas y tambores de lucha, los
parches atronando antes de desembarcar, con bramidos, con la sangre detenida en
las sienes, con el odio después del mejunje de alcohol malo y hierbas, hambre
de galletas y tasajo, mareo de toboganes salados, el casco hundido después de
las travesías con sirenas cantando y ballenas en lontananza, las historias de
feroces antropófagos esperando, mentiras de capellán viejo, supersticiones
cosidas al amparo de otras batallas, niños degollados, mujeres apresadas, sus
flancos esperando el desahogo macho de días, el sexo escociendo entre las
piernas, el botín, ancianos temblorosos recogiendo leña, avivando el fuego, el
humo en los cabellos, aroma del buey asado después de la pelea, los escudos con
marcas de flechas, con rasguños en el metal que no en la carne, no por esta
vez, alivio de seguir vivos, los dueños de los viñedos no emplean hasta
septiembre, ni los panaderos, no hay trabajo para los cardadores de ovejas, la
familia tiene que comer, este oficio está bien pagado, la seguridad de la olla,
continuar la aburrida vigilia en los puestos, el frío, el regidor exigiendo
silencio, el director encaramado en la grúa, las cámaras a punto y al grito de
¡acción! continúa el rodaje de la película. ¡Malditos niños bonitos de la
ciudad!
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