Courtesy of Zahorian & Van Espen
No sé qué día es, todavía no es hora de acostarse, es una tarde
cualquiera, por la ventana entra una tibia luz.
Aún no son las seis y media pero anochece tan pronto...
Bajo los soportales de la Plaza Nueva hay una muchacha que huele a claveles fragantes, que come castañas sentada en un banco verde y llena de sueños el caminar de los adolescentes.
Lo sé, nadie me invitó a esta fiesta en una ciudad al otro lado de aquello, lo acepto.
Puede incluso que no haya fiesta y esto sea solo una reunión casual de transeúntes apresurados que dejan su tarjeta de visita en una tienda de ultramarinos y se quedan el tiempo suficiente para soplar las velas, oler las flores y decir eso de qué bueno era y siempre se van los mejores.
Digamos que es así.
Digamos lo contrario.
Digamos lo que digamos siempre alguien estará sentado fuera del círculo, con los gatos, con ángeles que tocan el clavicordio ahora que la vendimia terminó y Celentano canta tan raro.
Hoy es domingo (solo había que mirar el calendario).
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